La ingente (e inaplazable) tarea de regular el capitalismo digital
Una década después del nacimiento de plataformas como Airbnb o Uber, las administraciones públicas se enfrentan al reto de dar forma a un fenómeno llamado a transformar el modelo de producción y las relaciones laborales
Un alud de patinetes eléctricos llenó el año pasado el centro de Madrid. Pese a que las autoridades locales les habían pedido que esperaran a la aprobación de la nueva ordenanza de movilidad, tres empresas se lanzaron y desperdigaron por su cuenta y riesgo unos utensilios de dos ruedas que repercutirían en la circulación y comodidad de los ciudadanos. Visiblemente molesto por la actitud de estas avanzadillas de la nueva economía, el Ayuntamiento les dio en diciembre 72 horas para retirar todos sus vehículos.
"Estamos ante una transformación tan profunda como la industrialización", asegura un profesor de Derecho Administrativo
Hace pocos días que los patines eléctricos han vuelto a las calles de la capital. Pero en esta ocasión es el Consistorio el que decide el dónde, el cuánto y el cómo. Los patinetes son tan solo un ejemplo de cómo las plataformas digitales, que abarcan un número creciente de sectores, pueden cambiar el panorama de las sociedades del siglo XXI.
Nadie duda ya de que el capitalismo digital ha llegado para quedarse. Y que revolucionará la organización del trabajo y el microcosmos empresarial. En 2015, Dimmons, el grupo de investigación de Internet de la Universitat Oberta de Catalunya, contabilizó 32 áreas donde la actividad digital ya está presente. Dos años más tarde, esta cifra se duplicó. Ahora se ha vuelto a multiplicar. Todo apunta a que la tendencia continúa. Una vez asumida la importancia de la revolución, la gran tarea pendiente es cómo se regula. Y aquí el gran interrogante es cómo abordar un fenómeno del que hasta hace poco se desconocía su capacidad disruptiva.
“Estamos ante una transformación tan profunda como la industrialización; e intentamos aplicar normas antiguas. Hay que pensar en algo nuevo. Es tan absurdo adaptar el modelo regulatorio feudal al capitalismo como aplicar el modelo actual a las plataformas”, asegura Juan José Montero, profesor de Derecho Administrativo de la UNED. En la misma dirección apunta el economista José Moisés Martín Carretero. “Es muy difícil usar una regulación basada en el triángulo empresa-trabajador-cliente en una nueva realidad donde el intermediario ha roto este triángulo. Los intentos hasta ahora han sido disfuncionales”, abunda. “La economía de plataformas no es un sectorcito. La transformación afectará a todo el sistema económico. Las impresoras 3D permiten llevar la producción industrial al hogar. Y si hoy todos llevamos pequeños ordenadores en nuestros bolsillos, ¿por qué no vamos a tener mañana esas impresoras en nuestras casas?”, añade Mayo Fuster, directora del grupo Dimmons.
El mundo empezó a cambiar hace una década. En San Francisco, dos estudiantes sin blanca pensaron entre 2007 y 2008 que podrían ganar algo de dinero ofreciendo a los visitantes un colchón en su casa. De esta idea nacería el gigante que hoy es Airbnb. Poco más tarde, la misma ciudad californiana asistiría al nacimiento de Uber. De la nada ha pasado a contar con más de 100 millones de usuarios. Desde entonces, que alguien te suba a casa un paquete de cigarrillos o contratar los servicios de un cuidador para los niños puede hacerse con un clic. Las consecuencias para el mercado laboral, la dinámica empresarial y las relaciones sociales parecen aún hoy difíciles de calibrar.
De la dificultad de regular la nueva realidad digital es consciente el eurodiputado socialista Sergio Gutiérrez. Vicepresidente del Comité de Mercado Interior de la Eurocámara, Gutiérrez detecta una doble velocidad en las normas que salen de Bruselas. “Hemos dado un paso de gigante en la construcción de un mercado único digital. Pero vamos con retraso en lo que afecta a las condiciones sociales y laborales de trabajadores y consumidores”, concede. Del ámbito europeo al local. Inés Sabanés, responsable de Movilidad en el Ayuntamiento de Madrid, admite la asimetría entre unos poderes públicos necesariamente lentos en reaccionar y unas plataformas muy rápidas en asentarse bajo la etiqueta de “economía colaborativa”. “Las administraciones tienen que ordenar la forma en la que estas empresas impactan en el espacio público”, continúa Sabanés.
Un eurodiputado alerta del retraso en la normativa sobre protección de trabajadores y consumidores
El conflicto entre VTC y taxistas ha incendiado recientemente las calles de Madrid y Barcelona, logrando en Cataluña una regulación que, según denuncian Uber y Cabify, ha supuesto su expulsión del mercado. Tanto en esta guerra como la de Airbnb contra los hoteleros, la CNMC se ha significado al colocarse muy cerca del mundo digital. Su director de Promoción de la Competencia, Joaquín López, defiende que este modelo ha traído “muchas eficiencias” y que los controles que se establezcan no pueden ser a costa de las plataformas ni restringiendo la competencia. Y advierte de que la CNMC vigila para que esto no ocurra. El profesor Montero, por su parte, defiende que la regulación no tiene que llegar de golpe y que su ámbito debe ser internacional. “A nivel nacional no hay escala suficiente”, añade.
Quizás es en el mercado laboral donde son más evidentes las huellas del cambio digital. Sobre todo en las plataformas que intermedian para ofrecer servicios. Estas facilitan el trabajo por proyectos y no por tiempos de trabajo. No es algo nuevo. Los cimientos ya existían de la mano de la subcontratación. Pero la sencillez para encargar proyectos o desmenuzar tareas supone una disrupción para la que las leyes actuales ofrecen pocas respuestas.
Las caras visibles de este debate han sido los repartidores —o riders, como las empresas prefieren llamarlos— de Deliveroo, Glovo y similares. Pero estas plataformas son solo la punta del iceberg. La lista es muy larga: Cuidum para los cuidadores a domicilio de mayores; Sharing Academy para las clases particulares; Amazon Mechanical Turk en proyectos de baja cualificación; Upwork para autónomos especializados en cualquier parte del mundo...
Lo novedoso no está en las tareas, sino en cómo la plataforma cambia la organización del trabajo y cómo pone contra las cuerdas una regulación pensada para otro modelo de producción. Y en este punto la batalla se ha abierto para decidir si los que prestan sus servicios son asalariados o autónomos. Adrián Todolí, profesor de Derecho Laboral en la Universitat de València, lo tiene claro: “Es una relación laboral especial, pero son asalariados. Que los trabajadores puedan elegir horario es muy relevante, pero no determinante”. Todolí considera que abrir la puerta a que estos trabajadores sean autónomos conlleva el riesgo de pérdida de derechos.
No comparte su opinión Moreno, que cree que son autónomos, o Martín Carretero, que aboga por un marco jurídico completamente nuevo. “Las plataformas no son proveedoras de servicios, sino intermediarios entre consumidores y proveedores. El poder de mercado es lo que define la fuerza de estas plataformas. Actúan casi como un monopolio frente al trabajador. Si un gigante de la nueva economía decide unilateralmente bajar las tarifas que paga, ¿qué capacidad de respuesta le queda a los trabajadores? Ninguna. Está totalmente desprotegido”, asegura el economista.
Luz Rodríguez, profesora de Derecho del Trabajo, cree que ese debate no resuelve la precariedad en la que nadan estos trabajadores. “Ni los asalariados están en el cielo ni los autónomos en el infierno. Hay situaciones de vulnerabilidad en los dos ámbitos”, asegura. Esta estudiosa del impacto de la digitalización en el trabajo defiende una postura que ahora ha hecho suya la OIT: crear un mínimo común en los derechos para todos los trabajadores, independientemente de que sean asalariados o autónomos.
La solución legal tampoco resolverá el riesgo que puso sobre la mesa el teórico del derecho Alain Subiot: “La uberización podría exacerbar la deshumanización del trabajo engendrada por el taylorismo [división de tareas en la producción]”, escribió el pensador francés.
Las plataformas que sí son realmente colaborativas
La etiqueta de economía colaborativa ha ido colgada de plataformas que permiten compartir el coche cuando uno viaja solo, ofrecer alojamiento en la habitación libre de tu apartamento u ofrecer los objetos que ya no se necesitan. Pero este concepto, cargado de la connotación positiva inherente a la idea de compartir, se ha visto empañado por los efectos nocivos —gentrificación, alzas en los alquileres o deterioro en las condiciones laborales— de gigantes como Airbnb o Deliveroo, y por sus facturaciones millonarias. La economía colaborativa, dicen los críticos, ha perdido la inocencia.
La investigadora Mayo Fuster recuerda sin embargo que el primer modelo que apareció en la Red era verdaderamente colaborativo. Y que esa idea se prolongó hasta la década de los dosmil, cuando empezó a predominar el modelo que ella denomina de “grupos extractivos”. “A raíz de la crisis de 2008, el capital riesgo en torno al mercado inmobiliario encontró un nuevo foco: Silicon Valley. Como Uber, financiada por Goldman Sachs. Estos grupos invirtieron mucho dinero para presentarse como grupos de economía colaborativa”, asegura. “Ahora estamos en otro momento. Mediáticamente ya ha quedado muy claro quiénes son colaborativas y quiénes no”, continúa Mayo Fuster, directora del grupo Dimmons de la Universitat Oberta de Catalunya.
Frente al deseo de hacer negocio con el clic, hay plataformas mucho menos conocidas, pero que se encuadran plenamente en el modelo colaborativo. Es el caso de la belga Smart, con 85.000 miembros y presente en nueve países de la UE, que ofrece “respuestas, consejos y herramientas administrativas, jurídicas, fiscales y financieras para simplificar la actividad de trabajadores autónomos”, según la presentación de su página web. También se encuadra en esta filosofía la alemana Fairmondo. Se trata de un lugar de intercambio de artículos de todo tipo que pretende huir de los círculos de los grandes del comercio online. “No es ninguna nadería. Nuestro lugar de intercambio ya cuenta con más de dos millones de artículos solo en la categoría de libros”, aseguran los responsables, que contabilizan más de 2.000 pequeños comerciantes que forman parte de su red. En Cataluña ha nacido la cooperativa de consumo sin ánimo de lucro Som Mobilitat, que ofrece servicios y productos de movilidad para acelerar la transición hacia una economía sostenible.
El pasado mes de noviembre, 42 ciudades del mundo —de Ámsterdam a Montreal pasando por Seúl o Madrid y Barcelona— firmaron la Declaración de principios y compromisos de ciudades colaborativas. En este documento conjunto reivindicaban la soberanía de las ciudades, y se comprometían a hacer frente común para negociar con las grandes plataformas digitales.
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