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Historia de un corresponsal

El diario inicia una etapa clave con la implementación de un modelo de suscripción digital. Los lectores podrán acceder a 10 artículos mensuales; después necesitarán suscribirse. El precio es de 10 euros al mes, con una oferta del primero por un euro. Este artículo pertenece a una serie sobre los pilares de EL PAÍS

Enric González

No sé por dónde empezar. Tampoco lo sabía entonces. Hace algo más de 30 años, una mujer que fumaba puros y nunca perdía la calma me propuso trabajar en la sección de Internacional de EL PAÍS. Aquella redactora jefa, Mariló Ruiz de Elvira, era muy inteligente, pero ese día, a saber por qué, me ofreció el puesto. Pude haber respetado el axioma marxista y negarme a ingresar en un club capaz de admitir a un socio como yo. La tentación, sin embargo, resultó irresistible. Las páginas de Internacional eran las primeras del periódico, lo que indicaba la importancia con que se valoraba esa información, y en ellas firmaba gente a la que yo atribuía (creo que ahí no me equivocaba) características casi mitológicas. Pensé que me daría tiempo a aprender algo antes de que, inevitablemente, descubriesen mi ignorancia.

No era solo la asombrosa red de corresponsales, a la que pertenecían periodistas como Pilar Bonet (durante la reunión londinense del G7 sobre la URSS, en 1991, la vi marcar el teléfono del entonces ministro de Exteriores, Eduard Shevardnadze, y charlar con él), Pepe Comas, Soledad Gallego-Díaz o Jesús Ceberio. También andaban por allí, en la Redacción o enviados por el mundo, monstruos como Miguel Ángel Bastenier o Carlos Mendo. Esos dos, cuando se cruzaban por un pasillo, no perdían el tiempo saludándose. Se lanzaban preguntas diabólicas, cosas del tipo: “¿Quién era el ministro de Defensa de la India en 1954?”. Y conocían la respuesta.

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Dvd 988 (21/02/20) Redacción del diario El País. © Carlos Rosillo .
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Con el tiempo, yo también fui corresponsal. Me pareció increíble que me enviaran a Londres, y aún más increíble que luego siguieran desplazándome por lugares fascinantes. El caso es que era difícil meter mucho la pata, porque los editores de Madrid expurgaban con mimo los fallos. Una vez, cuando estaba en Washington, Luis Matías López me llamó para indicarme que había cometido un error al referirme a una determinada operación militar, y de paso me dio una lección gratuita sobre la intrincada organización interna del Ejército iraquí.

Mantener corresponsales a tiempo completo sale muy caro. Con la crisis de la industria periodística, casi todos los medios han ido cerrando sus redes exteriores o reduciéndolas al mínimo. Hay quien dice que las corresponsalías ya no tienen sentido porque el ordenador nos conecta minuto a minuto con la actualidad mundial. Es un punto de vista. Pero de las redes brotan con la misma fuerza la verdad y la mentira (en algún disparate ha incurrido este mismo periódico por fiarse de las redes) y nada resulta tan fiable como tener a alguien allí donde ocurren los hechos, viendo y escuchando personalmente. Si ese alguien es capaz, además, de descifrar el acontecimiento y de interpretarlo, lo que aporta es muy valioso.

EL PAÍS se ha negado a plegar velas y a mirar el mundo desde lejos. La información internacional sigue ocupando el primer lugar en la barra de secciones de la edición digital y la red de corresponsales, en vez de menguar, se ha ampliado. En las Américas, el despliegue es impresionante. Y se hace lo imposible por estar donde hay que estar. Disponer de un periodista como Jaime Santirso en la ciudad china de Wuhan, el epicentro del coronavirus, es un lujo. Como lo fueron las crónicas de Alfonso Armada, Gervasio Sánchez y Ramón Lobo desde Bosnia o Sierra Leona, o las de Maruja Torres desde Panamá (le mataron a Juantxu Rodríguez, aquel fotógrafo espléndido), o tantísimas otras. Como lo serán, supongo, las crónicas aún por escribir, o retratar o filmar o retransmitir. Ese lujo del que hablo requiere enormes cantidades de sacrificio, esfuerzo, talento y dinero.

El corresponsal de EL PAÍS en el Magreb, Francisco Peregil, en el frente de Libia, cerca del aeropuerto de Trípoli; a la derecha, la enviada especial a Oriente Próximo Natalia Sancha, en el campo de refugiados de Al Hol (Siria). / CARLOS ROSILLO / MAHMOUD SHEIKH
El corresponsal de EL PAÍS en el Magreb, Francisco Peregil, en el frente de Libia, cerca del aeropuerto de Trípoli; a la derecha, la enviada especial a Oriente Próximo Natalia Sancha, en el campo de refugiados de Al Hol (Siria). / CARLOS ROSILLO / MAHMOUD SHEIKH

La información internacional se derrama por diferentes secciones (es el caso del coronavirus) y confiere solvencia a este artefacto periodístico para el que ya no hay horas de cierre ni horas de apertura. Ha cambiado la tecnología, han cambiado los hábitos de lectura, pero las cosas esenciales son las mismas de antes. Al mando de la legión extranjera sigue habiendo alguien (ahora se llama Andrea Rizzi) capaz de mantener la calma mientras se suceden las alarmas, y la red de corresponsales mantiene una calidad casi exagerada.

No debería haber tipos capaces de trabajar tanto y tan bien como Marc Bassets, ni reporteras tan perspicaces como Ana Carbajosa o María R. Sahuquillo, ni sabios de la cosa europea como Bernardo de Miguel, ni testigos tan fidedignos como Francesco Manetto, ni descifradores del caleidoscopio italiano tan precisos como Daniel Verdú. No debería haber tipos y tipas de ese nivel, y del nivel de los muchísimos que no cito, porque intimidan a los polizones como yo. Pero es lo que hay. Los disfruto en calidad de lector. En calidad de miembro (todavía) de un club que jamás debió haberme aceptado, procuro seguir aprendiendo y disimulo. Algún día me descubrirán.

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