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El niño que se fue a tiempo

El lector escribe sobre Ariel, un alumno inmigrante que se vio obligado a regresar a su país ante la imposibilidad de sobrevivir

Historia de la Pandemia
Denís Galocha

EL PAÍS publica una selección de las historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos han respondido con sus relatos y experiencias a la invitación de la redacción.

A finales de septiembre, con el curso ya iniciado, apareció en clase, como bajado de la luna, Ariel. Acababa de llegar junto a su madre de Ecuador, apenas una semana en España. La Consejería lo matriculó en nuestro centro por puro azar, porque quedaban plazas libres en 4º de la ESO, pese a que vivía a más de una hora en transporte público. Su madre tenía previsto trabajar de limpiadora en casas ricas de la zona de Aravaca y Pozuelo. Una amiga le había conseguido los primeros contactos. Tenían esperanzas, mucha ilusión, por empezar una nueva vida en la Europa de las oportunidades, como todos la llamaban en su pueblo de interior, como así tenía que ser. Del padre nunca supimos nada.

Ariel comenzó descentrado, incapaz de adaptarse a los ritmos académicos, asfixiado por tanta novedad. Tímido, muy reservado, laborioso, durante las primeras semanas permaneció casi ajeno a las clases, transcribiendo con rigor en su cuaderno lo dicho y expuesto en las pizarras, como si de un código por descifrar o un lenguaje secreto se tratara. Si se le preguntaba sobre los contenidos, respondía que los había entendido, poco más, e inmediatamente: silencio. Yo era su tutor, así que a principios de octubre hablé con su madre: las dificultades detectadas, los problemas de adaptación al ritmo escolar, los desfases curriculares confirmados. Ella sólo me supo decir: Ariel es muy trabajador, hará lo que pueda. Era tanta la diferencia entre los lenguajes utilizados: el mío académico, formal, el suyo directamente salido de las entrañas. Antes de despedirnos me informó de que tendrían dificultades para comprar los libros de texto y las aplicaciones informáticas utilizadas en Inglés y Matemáticas. Le dije que lo solucionaríamos. Le pregunté si tenían acceso a Internet para seguir las tareas en las Aulas Virtuales, y dijo que sí, tenemos Internet. Tan discreta ella como su hijo.

Suspendió los primeros parciales, presentó las tareas iniciales para salir del paso, comenzó a relacionarse más y mejor con sus compañeros, desde su timidez, desde su posición de recién llegado, pero sabiendo buscarse con inteligencia roles y posiciones de confort entre sus compañeros. Los resultados comenzaron a mejorar: exámenes aprobados, tareas notables, exposiciones muy trabajadas. Desde fuera nada había cambiado, Ariel permanecía mudo, diligente, aplicado, tomando apuntes sin parar. Con Jefatura conseguimos licencias gratuitas de los libros de texto que le faltaban, y algunos profesores le imprimimos los apuntes para que dispusiera de ellos en papel. Cuando recibió las notas, diciembre, había aprobado todas las asignaturas, media de 6, su comportamiento constructivo, las relaciones con sus compañeros sanas y cooperativas, su rendimiento inmejorable. Todos le felicitamos. Así se lo hice saber a su madre, orgullosa, feliz. Tan buenos eran los resultados que todos nos olvidamos un poco de Ariel, de la mochila que portaba, del peso sobre sus hombros. Estaba integrado, sus resultados eran buenos, su actitud positiva; trabajo hecho. Además, su rostro no desvelaba nada, sólo timidez y vergüenza. ¿Cómo lo llevas, Ariel?, le preguntaba a menudo. Muy bien, profesor, respondía siempre. Trabajo hecho.

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A finales de enero, en un cambio de clases, me encontré con su madre en el hall del Instituto. Esperaba al Jefe de Estudios. Nos vamos, me dijo al verme. ¿A Ecuador?, pregunté descolocado. Con lágrimas en los ojos me contó que vivían en una habitación con una sola cama en la que dormían ambos, 400 euros, piso compartido sin espacios comunes, lejos de todo. Sus trabajos resultaban escasos, no había casas que limpiar, estaban muy alejadas, no siempre se pagaba puntualmente. Sus ahorros estaban a punto de agotarse, nadie tenían en Ecuador que les pudiera echar una mano. Europa era una gran mentira, una estafa. Ninguno de los profesores sabíamos nada de eso. De la conversación también pude componer los hábitos de Ariel. Dado que en su casa era imposible estudiar, no tenía mesa de estudio, poca luz, falta de tranquilidad, Ariel se pasaba las tardes en la biblioteca pública, estudiando los apuntes tomados en clase o conectado a Internet cuando necesitaba realizar las tareas de Lengua, las actividades de Economía, descargarse los apuntes de Historia, realizar problemas de Matemáticas. Esa era su conexión a Internet, la biblioteca pública. No tenía teléfono móvil, no tenía ordenador; no los necesitaba. No nos merece la pena seguir aquí, concluyó su madre. Tenemos los billetes para mañana.

No hemos vuelto a saber de Ariel; sin embargo pienso en él a menudo. Como hoy. Hoy he pensado en la habitación de su piso compartido, seis metros cuadrados, una sola cama, madre e hijo, sin intimidad, baño y cocina compartidas, ella levantándose a las seis de la mañana, bono transporte, una hora en una casa, otra en otra, horas de trayecto entre ambas, desprecio, racismo, machismo, una última hora y media mendigada en no sé qué barrio, y gracias, en otra casa ostentosa, alejada, barrio rico, tren de vuelta, ya te pago mañana; él levantándose con ella, cola en el baño, bono transporte, seis horas en el Instituto, cuatro en la biblioteca, racismo, desprecio, discriminación, una cena para salir del paso, un beso de buenas noches, una luz que sigue encendida iluminando los apuntes de inglés, un cuerpo girado, entre lágrimas. Hoy he pensado en Ariel, en su madre, en su habitación oscura de barrio abandonado, en la Europa mentirosa, en la Europa criminal, en sus miserias, y le he agradecido al destino haberles enviado de vuelta a su país, a su pueblo de interior, a su raíz, antes de haber tenido que exponerse al virus, antes de haberse visto obligados a sufrir el confinamiento en la cueva que la Europa de las oportunidades les había ofrecido por 400 euros al mes. Seis metros cuadrados, una ventana diminuta a un patio interior, un baño compartido, un hueco en el frigorífico y una alacena. Hoy he pensado en Ariel, y me he alegrado profundamente de no tenerlo ya entre mis alumnos.

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