Rubiales, alguien que no está acostumbrado a estar en un lugar, sino a ocuparlo
El expresidente de la RFEF ha reproducido durante su declaración todos los estereotipos ampliamente extendidos y explicados no solo de la cultura de la violación, sino de lo que significa el patriarcado
![Isabel Valdés](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/https%3A%2F%2Fs3.amazonaws.com%2Farc-authors%2Fprisa%2F0f6fc88c-b3f3-48cb-8b0a-1453b73a51ae.png?auth=946fc2966933af9323a9cc404043991d77384d88c2f7fb5593cbb8e6da68b658&width=100&height=100&smart=true)
La mañana de este martes, Luis Rubiales se ha sentado, con las piernas muy abiertas, frente al juez José Manuel Clemente Fernández-Prieto en la Audiencia Nacional. Le tocaba declarar en su juicio y lo ha hecho durante poco más de una hora. En sus respuestas a Fiscalía, abogadas y abogados, y también al magistrado, ha estado, algo rebajado, el mismo Rubiales que gritó cinco veces “¡no voy a dimitir!” en la Asamblea de la Real Federación Española de Fútbol un día antes de que la FIFA lo inhabilitara, y el mismo que llamó “idiotas”, “pringaos” y “tontos del culo” a quienes le criticaron el beso no consentido a Jennifer Hermoso que para él no fue más que “un signo de cariño”.
Ha insistido en que le “ha pasado otras veces” con hombres, en que se “equivocó” pero fue porque no tuvo “sangre fría”, que no tenía que haberse “dejado llevar por la emoción”, que él, “lo que había hecho, no era lo que otros creían que había hecho”, que él no escribió ni dictó el comunicado de la RFEF restando importancia al caso pero que ya que Jennifer Hermoso había hecho unas declaraciones “fantásticas” ―“porque es lo mismo que pienso yo”, ha añadido―, se lo comenta al director de comunicación.
Rubiales, en esa hora, ha reproducido todos los estereotipos ampliamente extendidos y explicados no solo de la cultura de la violación, sino de lo que significa el patriarcado. Desde achacar la irrefrenabilidad de los actos a las emociones, a arroparse con lo que piensan lo que él entiende como sus pares ―“los tres pensaban igual, que era una tontería, los tres me lo dijeron”, ha contado refiriéndose a tres políticos de los que no ha dado el nombre―, o a justificar un acto en base al grado de derecho que da sobre otra persona el nivel de relación ―“nos conocemos hace muchos años”―.
Son comunes en estos delitos, sea cual sea la gravedad del hecho, varias cuestiones.
Una, y quizás la más importante por ser la que más impide que no se sigan produciendo, es la incapacidad para percibir el abuso y la violencia que se ejerce sobre los demás por parte de quien los ejerce, para no conceptualizarlo como abuso ni violencia, para naturalizar ambos, y por tanto, reproducirlos. No es un eximente ni una justificación, sino la constatación de cómo funciona una estructura en la que los hombres pueden hacer lo que deseen en cada momento sin tener en cuenta a la otra porque no la ven como otra sino como algo que, de alguna forma, les pertenece, sobre lo que tienen derecho.
Hay múltiples estudios sobre la percepción de la violencia contra las mujeres. Los resultados muestran de forma consistente lo mismo: que los hombres percibían la violencia contra la mujer como menos grave que las mujeres. Reflejan, también de forma consistente, relaciones negativas entre la gravedad percibida de la violencia y las actitudes favorables hacia la violencia, es decir, que cuantos más sesgos patriarcales y machistas se interiorizan, menos se es capaz de percibir la violencia. Y también que la violencia, la sexual, se percibe como menos violencia cuando quien la perpetra es una pareja, un amigo, alguien conocido.
La segunda de las cuestiones habituales en este tipo de delitos es hacer recaer la responsabilidad de esos hechos en la otra persona, por completo o de manera compartida; son las frases que tantas veces se han reproducido en juicios y luego han sido plasmadas en las sentencias: los “ella quería”, “ella también quería”, o los “fue cosa de los dos”. “[Le dio el beso] a alguien que me inspiró ternura porque estaba apesadumbrada por haber fallado un penalti”, ha dicho Rubiales. Es usar ―y usar es el término correcto― a la otra para explicar, argumentar o excusar el comportamiento propio. Para hacer un descargo de responsabilidad que elimina de la ecuación la posibilidad de delito: si hubo consentimiento, no hay agresión.
La segunda, otra de las tácticas más extendidas en estos procesos: el después. A pesar de que en innumerables ocasiones, la ciencia ―derivada del análisis de la experiencia― ha demostrado que el comportamiento posterior de las víctimas, y sobre todo el inmediato, no correlaciona de forma directa con el hecho en sí, Rubiales ha usado el después: “Se fue riéndose y dándome palmadas en los costados”, “ella sirvió de señuelo para llevarme a que me mantearan las jugadoras”, “en los medios estaba siendo tratado de una forma diferente a la que la propia jugadora se había manifestado”.
La tercera, socavar la credibilidad de la víctima a través de dos acciones tremendamente extendidas también: filtrar de manera más o menos directa que la víctima o bien miente ―“no fue hasta unos días [después] que cambió de versión”― o bien quiere venganza. Cuando su abogada le pregunta si las jugadoras unos meses antes del Mundial le pidieron que cesara a Jorge Vilda, él contesta que sí. Cuando su abogada le pregunta si lo cesó, él contesta que no. Y añade algo más: “Y me dijeron que habría consecuencias”.
Y otra, más de trasfondo, que es cómo se refleja el poder. Uno que también transita cuando los hombres se apropian de la voz de las mujeres, literal y metafóricamente. Rubiales también lo ha hecho en múltiples ocasiones y de distintas formas.
Las metafóricas, cuando se apodera del relato de Jennifer Hermoso, cuando habla por ella: “Lo que había acontecido no tenía ninguna importancia ni para ella ni para mí”, “la señora Hermoso sabe que yo le pregunté y ella me contestó, me dijo ‘vale”. Y las literales, las más claras, cuando ha reproducido, en varias ocasiones, frases que ella pronunció durante las horas posteriores. “Dejadme tranquila, esto es una cosa entre dos amigos”, ha dicho que ella dijo. “Son hechos anecdóticos”, ha dicho que ella dijo.
En la comunicación de Rubiales había forma y fondo, lenguaje verbal y no verbal a través del que se manifiesta un modelo muy definido de construcción de lo masculino: las medias sonrisas, los giros con la cabeza inclinada, el tono de la voz, la modulación, las palabras que se usan, las veces que se frunce el ceño no con enfado sino con condescendencia, cuánta amplitud de movimiento de brazos hay al explicar.
Una construcción que es la de uno mismo ―en masculino― en un ecosistema preparado para hacer que los hombres deseen, ambicionen el poder, para dárselo y para que ellos se muevan cómodos en él, para que sea su espacio natural, el que les ha sido designado de forma histórica, el que el propio sistema ha alimentado y al que ellos retroalimentan de forma constante para no salir de él, para acomodarse lo más posible en él.
“¿Dónde estaba situado en el avión?”, le ha preguntado la fiscal. “En la primera fila, en el centro. A mi derecha Rafa [Rafael del Amo], a la izquierda el secretario de Estado, más a la derecha el seleccionador de la masculina, y [Jorge] Vilda detrás de mí”, ha contestado él. Todo, lo que ha dicho, lo que no ha dicho, cómo lo ha dicho, es el dibujo de alguien que no está acostumbrado a estar en un lugar, sino a ocuparlo. Y a que otros lo amurallen.
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