A rostro desnudo
Tendremos que desperezar nuestro lenguaje facial, acostumbrarnos a la atención plena.
Una de mis tías llevaba litaam, el velo que solían ponerse las mujeres en algunas ciudades de Marruecos para ocultar la mitad de su cara al salir al exterior. Cuando nos visitaba no podía dejar de observar el contraste que generaba aquella tela liviana: de un rostro familiar cuya risa desbordaba afecto y ternura a esa otra persona que resultaba de repente desconocida. Para volver a humanizarla, buscaba en sus ojos la condensación de las expresiones que el velo le había amputado.
Las mascarillas que llevamos desde hace dos años se parecen mucho al litaam. Al fin podremos deshacernos de ellas para ver caras enteras, plenamente humanas. Tendremos que desperezar nuestro lenguaje facial, acostumbrarnos a la atención plena. Nada más primaveral que una sonrisa, nada más esperanzador que poder respirar sin filtros. Pensemos en los niños que han vivido buena parte de su vida en pandemia, que no saben cómo es la maestra de la nariz a la barbilla. Quién sabe si recordarán este tiempo como algo extraño o habrán desarrollado alguna habilidad especial para leer mejor la mirada de lo que hacemos los adultos acostumbrados al óvalo completo. De momento, parece que a algunos les cuesta reconocer a quienes han visto siempre con mascarilla cuando se la quitan.
Lo que sí sé es que no podemos vivir viéndonos a trozos”
Sé que volveré a necesitarlas, pero hoy lo único que quiero es tirarlas a la basura, quemarlas en la hoguera para exorcizar dos años que quedarán grabados en nuestra memoria para siempre, aunque nada tengan de inolvidables. Al principio, cuando no se encontraban en ningún sitio, la urgencia de no morir ni matar transmitiendo el virus nos hizo desearlas más que ninguna otra cosa. Hasta el punto que algunos se lucraron vergonzosamente aprovechando la desesperación y las prisas. Nos dimos cuenta de nuestra propia fragilidad, de que la humanidad entera forma un solo cuerpo que puede enfermar por igual, sin que importen fronteras de ningún tipo. Y la contradicción vino precisamente de esa toma de consciencia en un momento en el que teníamos que establecer barreras y distancia, incluso con aquellos que más amábamos. El sufrimiento común y compartido nos acercaba más que nunca a los demás, pero buscar su compañía nos exponía al mayor de los peligros. Será algo que me costará olvidar: el día que los otros, por el simple hecho de ser miembros de la misma especie, se convirtieron en una amenaza y cómo empezó un aislamiento casi tan perjudicial como la enfermedad.
Hoy será el día de ahuyentar los temores, de rasgar los velos de la desconfianza y soltar el corsé de las precauciones. Ya no quiero pensar si es pronto o tarde, si es prudente o no, porque lo que sí sé es que no podemos vivir viéndonos a trozos. El rostro es un rico texto que se lee en los intersticios de las palabras y las frases y completa el sentido de lo que queremos decir, porque nuestra identidad individual es también parte del mensaje. Los mil idiomas que hablan los gestos, los rasgos y la harmonía única de cada rostro y su enorme diversidad siguen asombrándome. Si algo nos han demostrado estos dos años de mirarnos por encima de las mascarillas es que no estamos hechos de fragmentos que se puedan recortar y pegar, nos queremos, nos seducimos, nos enfadamos y nos odiamos con la cara entera. Claro que algunos seguirán llevando otras máscaras, pero esas son la enfermedad, no el remedio: a cara descubierta seguirán existiendo los cínicos, los hipócritas y los caraduras, pero celebremos que hoy, por fin, desvelaremos las sonrisas y al mirarnos nos sentiremos más seguros.
Najat El Hachmi es autora de El lunes nos querrán (Premio Nadal 2021).
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