Benedicto XVI en la hoguera
El papa emérito se ve afectado por los escándalos que quiso erradicar: el encubrimiento de la pederastia y el afán de riqueza de sus jerarcas
De todas las formas de delincuencia que ensombrecen la historia de la iglesia romana, la que le está causando el mayor desprestigio y deshonor es la pederastia eclesial. Lo sabía el cardenal Josep Ratzinger, durante décadas el encargado de vigilar la pureza de esa religión como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. “¡Tanta suciedad en nuestra Iglesia!”, dijo a los cardenales llegados a Roma en 2005 para enterrar a Juan Pablo II. Aquel discurso le valió el pontificado. Ratzinger pasó a llamarse Benedicto XVI y, durante siete años, 10 meses y 17 días, intentó limpiar una casa que desprendía hedor por demasiadas tuberías.
Lo primero que hizo fue acabar con la teoría de que la ropa sucia se lava en casa. Pensaba Juan Pablo II que airear los abusos sexuales desprestigiaba a la Iglesia e, incluso, que la avalancha de casos que surgieron en Estados Unidos eran una venganza del presidente George W. Bush por haber condenado el Vaticano la guerra de Irak. Peor aún para el propio Ratzinger: el ahora papa emérito también sostuvo la misma teoría en la Universidad de Murcia, a donde acudió en 2002 para presidir un congreso de Cristología. “Salta a la vista que la información de la prensa no está guiada por la pura voluntad de transmitir la verdad, sino por un goce de desairar a la Iglesia y desacreditarla lo más posible”.
Sea como fuere, Benedicto XVI proclamó el principio de “tolerancia cero”. Fracasó. Rodeado de lobos (así dijo el periódico oficial del Vaticano), se retiró en 2013, no sin dejar algunos mensajes demoledores contra los prelados que amargaron su pontificado. El más sonoro fue recordar cómo, entre los siete papas alemanes que ha tenido la Iglesia católica, el último, Adriano VI, entró en Roma gritando a los cardenales “¡Sois todos unos bribones!”. Había sido elegido estando él ausente, atendiendo en España los poderes del fallecido cardenal Cisneros, es decir, regente en ausencia del emperador Carlos I y el cargo de Inquisidor General. Benedicto XVI recordaba hace tres años la divisa de su enérgico antecesor: “En Roma empezó el cáncer, aquí debe ser extirpado” (Benedicto XVI. Una vida. Editorial Mensajero. Páginas 406 y 407). Pero esta semana pasada, el emérito se ha quedado sin suelo bajo los pies al conocerse que él mismo encubrió casos de pederastia en la archidiócesis de Múnich cuando era su arzobispo, entre 1977 a 1981.
El caso español
También quiso Benedicto XVI atajar los afanes de riqueza de la jerarquía católica y los desafueros del Instituto para las Obras de Religión (IOR), conocido como el Banco Vaticano. Fracasó también, con estrépito. Lo intenta ahora Francisco, sentando en el banquillo, acusado de corrupción, a uno de sus colaboradores, el cardenal Becciu. El papa argentino predica una iglesia que huela a oveja y pobre para los pobres. Los obispos españoles que rinden cuentas de su gestión estas semanas ante los diferentes ministerios papales han percibido el mensaje: transparencia ante los casos de pederastica y ejemplaridad ética en materia económica. En esa idea hay que interpretar la extravagante visita del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, al líder de la Conferencia Episcopal, cardenal Omella. El encuentro se ha celebrado en la lujosa Casa de la Iglesia en Madrid. Al margen de protocolos, la información conocida desvela lo que ya se sabía: que las decenas de miles de inmatriculaciones realizadas por los prelados, al amparo de una ley de Franco y un decreto de Aznar, han sido un despropósito. Legales, sí, claro: no podía ser de otra manera. Pero profundamente inmorales. Lo percibió, aunque tarde, el Gobierno Rajoy que les suprimió semejante privilegio cuando el escándalo amenazaba con alcanzar al propio Ejecutivo conservador. Cómo habrá sido el proceso y cuál el afán de propiedad que muchos obispos son ya los mayores propietarios de bienes terrenales en sus respectivos territorios.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.