Los palmeros reivindican una vida junto al volcán: “Conocemos el precio de estar en el paraíso”
La reconstrucción de la isla plantea todavía muchas incógnitas, pero sus habitantes tienen claro que no están dispuestos a renunciar a la tierra de sus padres y abuelos
Hablar con Lope en plena calle es un espectáculo. Los vecinos lo saludan con una sonrisa, un chaval pequeño se le abraza y le dice: “¡Hola, capitán!”. Del edificio que hay en la acera de enfrente sale un hombre que dibuja una especie de triángulo con las manos y le hace un gesto de interrogación. Lope no entiende qué quiere decir y cruza la calle para averiguarlo. Cuando regresa, aclara con una sonrisa:
—Es el psicólogo del ayuntamiento. Me preguntaba qué ha pasado con mi casa.
Lope, que es policía local de El Paso, no ha perdido todavía la vivienda que compartía con su esposa y sus dos hijos pequeños, pero ya no vive allí. Su casa, como tantas otras del valle de Aridane, se ha convertido en una isla en medio de la lava arrojada por el volcán. Las paredes aguantan aparentemente, pero ya no hay carretera, ni luz, ni agua, ni paisaje. “Un vecino que está en las mismas circunstancias y que sabe que yo como policía puedo tener acceso a la zona”, explica Lope, “me dice siempre cuando me ve: dime que mi casa se ha caído. Prefiere eso a tener que regresar a una casa en medio de ninguna parte. Tal vez yo también lo prefiera. El día antes de la erupción, fueron unos amigos a comer allí. Se veía la caldera de Cumbre Vieja, no había ningún ruido, se respiraba una paz increíble. Me decían: Lope, esto es el paraíso. Ahora aquello es un cono gigantesco, volcánico, un lugar feo, terrible, un infierno. Tengo una casa en medio de ninguna parte”.
El volcán sigue tres semanas después muy activo. Los ríos de lava continúan abriéndose paso hacia el mar, borrando poco a poco un paisaje que es también un modo de vida al que los vecinos de La Palma, incluidos los que lo han perdido todo, no están dispuestos a renunciar. Nadie se queja del volcán, pero sí se sienten dolidos por las críticas a su forma de construir. Fran Leal, que es ingeniero agrónomo y concejal del ayuntamiento de Los Llanos, lo explica sin rodeos: “La verdad es que nos fastidió mucho un programa de televisión en el que se decía que cómo se nos ocurría construir encima del volcán. Pues bien, aquí nadie nace engañado. Mi bisabuelo construyó en el volcán, mi abuelo perdió todo en el volcán, mi padre volvió a construir en el volcán y nosotros acabamos de perder todo en el volcán. Y me preguntarás: ¿por qué? Muy fácil. Porque vivimos encima de un volcán. Nosotros decimos que estamos hechos de sol, lava y salitre, y es así de generación en generación. Sabemos que vivimos en el paraíso y también conocemos el precio que hay que pagar a veces. Cuando este volcán se apague, buscaré un terreno y empezaré de nuevo”.
La dirección del viento ha cambiado y hace rato que no llueve ceniza en el barrio de La Laguna. Pedro Miguel Pérez, de 71 años, sale de misa y se dirige a la farmacia, que se encuentra unos metros en el interior del perímetro de seguridad blindado por la Guardia Civil. Unos metros más allá está el centro de salud, y la gasolinera, y el pequeño supermercado que ha sustituido a las antiguas tiendas de ultramarinos. Es el sistema de la isla, barrios diseminados donde nadie está ni muy cerca ni muy lejos.
El arquitecto Iñaki Ábalos, que desde hace más de 20 años está vinculado a La Palma, explica: “El sistema de organización de toda la ladera que va desde Los Llanos de Aridane a Fuencaliente es un poco caótico y refleja el modo de vida de los palmeros. Parcelas diseminadas, aunque cercanas unas de otras, con una cierta autonomía, porque son medio agrícolas medio ganaderas, aunque también hay otras más grandes como las plataneras que están al lado del mar. Es una forma de suburbanización que es muy bonita y que funciona muy bien. Es agradable vivir en ella y tiene las ventajas de un organismo un poco laxo. Solemos creer que hay que planificarlo todo, y las planificaciones superortodoxas nos han llevado en muchas ciudades a construcciones absolutamente lamentables. Un cierto liberalismo urbano no viene mal”.
El arquitecto añade que en La Palma no “existen los grandes conglomerados de turistas, casi guetos, que sí hay en otros lugares”, y que la relación entre los locales y los turistas es muy placentera. “Y eso”, concluye, “ni es fácil ni hay muchos casos que yo conozca”.
¿Qué se debe hacer entonces cuando se apague el volcán? ¿Cómo afrontar la reconstrucción? Iñaki Ábalos apuesta por la continuidad. Dice que es preferible ayudar a los palmeros económicamente para que sean ellos los que construyan sus casas —”Saben lo que cuestan y cómo hacerlo”— que construir viviendas de urgencia que luego se queden abandonadas. “Tal vez”, añade, “es un poco anárquico lo que voy a decir, aunque no me importa que lo sea, porque la isla lo ha sido siempre, pero en La Palma hay muchos pequeños constructores que saben bien cómo hacer casas que se adapten al clima, casas que pueden incumplir el código técnico que tenemos ahora, un código que encarece todo y lo llena de aislamientos, cuando aquí no hay que aislarse, sino tener mucho aire en las casas para que se regule entre la noche y el día. En cualquier caso, se debería evitar hacer guetos horribles de urgencia”.
El concejal Fran Leal, que se encarga de las obras en Los Llanos, aunque ahora su tarea principal es quitar las cenizas de los tejados de las casas para que no colapsen, también está de acuerdo en que, con respecto a la reconstrucción, lo más urgente es esperar: “El volcán sigue echando fuego, así que me parece absurdo que queramos poner el carro delante de los bueyes. No se puede hablar de ayudas antes de que la catástrofe acabe, porque, Dios no lo quiera, si mañana la boca del volcán te sale por otro sitio y arrasa otras 300 casas, ¿qué vamos a hacer?”.
El abuelo de Manuel Perera siempre le hablaba del ruido que hacía el volcán de San Juan, allá por 1949. Perera, que es arquitecto y concejal de Urbanismo de Los Llanos, dice que ahora ha entendido por fin la obsesión por el ruido en los cuentos del abuelo, ese rugido constante del que es imposible escapar. “Supongo además”, reflexiona, “que en aquella época la contaminación acústica era mucho menor y el ruido del volcán se podía percibir con claridad en toda la isla”. El arquitecto explica que su familia, como muchas otras de La Palma, emigró primero a Cuba y después a Venezuela: “De ahí viene la figura del indiano, que ha quedado en el folclore de la isla. Se iban, trabajaban, hacían dinero y luego invertían aquí. Compraban un terreno, construían una casa principal y al cabo de los años iban dividiendo las parcelas para que los hijos pudieran construir la suya... De eso quedaba constancia en un documento que se llamaba hijuela, anterior al registro de la propiedad. Se escribía que tal parcela está entre el almendrero, la piedra grande y el barranco...”.
El terreno del abuelo o del padre se iba parcelando y de ahí que ahora la tragedia se haya multiplicado para muchas familias de La Palma. La lava del volcán no solo ha sepultado la casa del abuelo, sino también la del padre y la de todos los hermanos. “Han perdido las casas”, añade Manuel Perera, “y también todo lo que les ha rodeado en la vida. Es difícil hacerse a la idea, pero el barrio de Todoque desapareció por completo, un lugar donde podían vivir más de 2.000 personas y que ha sido sepultado por la lava completamente, no ha quedado ninguna referencia de ningún tipo”.
Leal, el concejal de obras, advierte de que para muchas familias el choque más grande aún no ha llegado:
—La gente ya sabe que perdió sus casas y ya han pasado tantos días que lo tiene asumido, pero lo terrible va a ser cuando el volcán se apague, se abra el perímetro de seguridad y se den cuenta de que allí dónde han vivido toda su vida no hay ninguna referencia de su vida anterior. La lava ha cambiado el paisaje. Es como si nos cogieran ahora, nos pusieran en la llanura de Ávila y nos dijeran: esta es tu casa.
El arquitecto Ábalos había dicho en alguna ocasión que la isla de La Palma es una maqueta del mundo, una mezcla de climas, paisajes y culturas reunidas en pocos kilómetros. Ahora también tienen su lugar la furia de la naturaleza, el dolor y el desarraigo.
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