Europa ante el dilema de la nueva ola de coronavirus
El continente reacciona al avance de la variante delta de forma desigual y ensayando nuevos métodos para no volver a los confinamientos y restricciones drásticas
La pandemia de la covid-19 da a veces la impresión de ser la historia de un eterno retorno. Es como si cada vez que el virus parece derrotado hubiese que volver a empezar, como si la llamada nueva normalidad fuese un espejismo que se aleja del horizonte en cuanto parece al alcance de la mano. Es lo que ha ocurrido en las últimas semanas con algo que no entraba en los cálculos de muchos ciudadanos y políticos: la irrupción en Europa de la variante delta del virus, más contagiosa que las variantes anteriores. Con ella ha saltado por los aires la idea de que estos meses se parecerían más al verano de 2019, cuando nadie había oído hablar del virus SARS-Cov-2, que al de 2020, cuando los europeos se movían por sus países y por el continente todavía con prudencia, pero con la esperanza del próximo fin de la pandemia.
La idea de que se está volviendo al inicio es imprecisa, porque, con miles de millones de personas vacunadas en el mundo y centenares de millones en Europa, todo ha cambiado y el mundo posterior a la covid-19 está más cerca que nunca. “¡No me parece que sea un retorno a la casilla de salida!”, tranquiliza el epidemiólogo Antoine Flahault, director del Instituto de Salud Global de la Universidad de Ginebra. “La gente vacunada podrá vivir un verano más o menos normal”, confía.
De momento, no ha sido así. Después de dos meses, entre mayo y julio, en los que los países de la Unión Europea empezaron a suprimir, cada uno de su ritmo, las restricciones; después de una primavera en la que los engranajes de la economía se habían puesto a girar a todo tren; después de semanas de recreo colectivo en las que millones de ciudadanos comenzaron a quitarse las mascarillas como un acto de liberación... Después de todo esto, hoy se disparan los casos: hace un mes se registraban unas 38.000 nuevas infecciones diarias en todo el continente (incluidos Rusia, el país más golpeado, y el Reino Unido); ahora son más de 130.000, según datos de la agencia Reuters. Y vuelven las restricciones.
Como ha sucedido desde el inicio de esta crisis, hace un año y medio, los países europeos y sus regiones responden en orden disperso a la nueva ola. En Cataluña, Cantabria o en Portugal de nuevo se imponen toques de queda. Holanda, como otros lugares, vuelve a cerrar las discotecas, cuya apertura se había convertido en un símbolo de la libertad recobrada. Las autoridades han reintroducido la obligación de llevar mascarilla al aire libre en zonas de Francia especialmente afectadas por la variante, como el departamento o provincia de los Pirineos Orientales, fronterizo con Cataluña.
“El virus está vivo, así que se adapta, busca estrategias de supervivencia a su manera”, constata François Heisbourg, consejero del laboratorio de ideas International Institute for Strategic Studies. También los europeos buscan su estrategia, y no la encuentran. “La UE tiene competencias limitadas en política sanitaria”, recuerda Heisbourg, “esto es así y probablemente no cambie rápidamente, y menos aún allí donde la política sanitaria es regional y no nacional”. “No sé si hay una respuesta a la pandemia española, pero sí sé que la hay andaluza, madrileña, catalana…”.
Vacunación en Francia
En pocos países la nacionalización de la respuesta es tan evidente, por su tradición centralista y presidencialista, como en Francia. El lunes, el presidente Emmanuel Macron dedicó la parte principal de un discurso televisado no a las reformas económicas, como preveía antes de la irrupción de la variante delta, sino a las medidas para acelerar la vacunación. La primera medida es la obligación de vacunarse para el personal sanitario. En Italia ya se aplica; la canciller Angela Merkel ha rechazado esta vía para Alemania. La segunda medida es que sin un certificado que acredite que su poseedor se ha vacunado o ha dado negativo en una prueba de covid-19, no podrá entrar en cafés, cines, aviones o trenes de largo recorrido.
“Fue un discurso que fijaba un rumbo, de capitán de navío, no agradable de escuchar, pero eficaz”, dice Heisbourg. El epidemiólogo Flahault considera que lo que Macron anunció fue, sin decirlo, un nuevo confinamiento general del que estarían exentos los vacunados. Y añade: “La respuesta francesa es original, no se ha usado en ningún lugar del mundo y busca tanto aumentar la cobertura con vacunas como confinar, pues solo las personas con muy débil riesgo de transmisión, ya vacunadas, tendrán derecho de ir a los lugares donde hay una alta contaminación”. Otros países han optado por la pedagogía o, como Grecia, por un cheque a los jóvenes que se vacunen para gastar en actividades culturales y en las vacaciones de verano. El método francés es distinto: obligar con sutileza; o, como dice Flahault, confinar sin admitirlo. “Hace falta una tasa de vacunación de más del 90% para esperar bloquear la propagación del virus”, avisa Flahault. Ahora en la UE cerca de la mitad de la población está vacunada; queda un buen trecho por recorrer.
Tras el discurso de Macron ha habido protestas en contra —18.000 personas el sábado en París, según el Ministerio del Interior; 96.000 en decenas de manifestaciones en el resto de Francia— pero el efecto del llamamiento fue inmediato y masivo. En los tres días siguientes, 2,6 millones de franceses concertaron una cita en la popular web Doctolib. El viernes se administraron 879.597 dosis, un récord. Una de ellas fue para Clément Foulon, de 24 años. “Me vacuno para ir de vacaciones al extranjero y al restaurante con mi novia”, decía junto al centro de vacunación ante el Ayuntamiento de París. “Yo no era muy favorable a vacunarme, quería esperar un poco”. Tras escuchar a Macron, cambió de opinión. “No tenía otra opción”, admitió.
Los europeos afrontan varios dilemas. ¿Reintroducir restricciones, como se está haciendo en Portugal y España, o suprimirlas como hará Inglaterra el lunes? ¿Incitar a vacunarse con la amenaza implícita de no poder frecuentar lugares públicos, como en Francia, o por medio de la persuasión, como en Alemania?
“Habría que alentar a todo el mundo a vacunarse, es la única manera de salir de la pandemia, pero [el certificado covid] no es la herramienta correcta”, sostiene Luiza Bialasiewicz, profesora de gobernanza europea en la Universidad de Ámsterdam. Bialasiewicz advierte del peligro que supone no solo exigir el certificado con la vacunación o el test negativo para cruzar las fronteras entre los miembros de la UE, sino dentro de estos mismos países e incluso de un barrio, a la entrada del cine o del café. “¿Quién controlará estas nuevas fronteras, las de los restaurantes?”, se pregunta. “¿Cómo garantizar que quien controle no discriminará a ciertas personas, o que no verificará los documentos de una manera aleatoria o porque no le gusta la cara de uno?”.
Que el certificado se ha convertido en un pasaporte puede comprobarse en los trenes que cruzan a diario entre España y Francia. La escena ocurrió en uno de alta velocidad el 2 de julio pasado. El tren acababa de entrar en Perpiñán, en los Pirineos Orientales, la primera estación francesa. Los policías franceses comprobaron que los viajeros llevaban el certificado con el test o la vacunación. Solo una mujer con hiyab y varios hombres de origen extraeuropeo no lo tenían. Un agente les dijo que deberían pagar una multa de 135 euros y tuvieron que bajarse en Perpiñán.
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