Y ahora, ¿quién reclama a la Iglesia?
¿Qué porcentaje de lo inmatriculado volverá a sus legítimos propietarios? Seguramente, apenas algunos bienes a pesar de que los dueños tienen documentos que demuestran su propiedad


El listado que ha presentado el Gobierno de más de 30.000 bienes públicos que la Iglesia ha puesto a su nombre desde 1998 hasta 2015 no es más que una herramienta para que los ciudadanos y los Ayuntamientos consulten y quizá se encuentren con la sorpresa de que aquella casa de campo que uno creía propiedad de la familia desde varias generaciones ahora está inscrita por algún obispado. O que la ermita del pueblo que construyeron los vecinos para celebrar cultos ya no les pertenece. Después de la sorpresa lo que sigue es incierto. Organizaciones civiles han clamado durante años para que el PSOE o el Defensor del Pueblo llevaran ante el Constitucional la ley franquista que equiparaba a los obispos con fedatarios públicos, lo que les permitió durante décadas registrar estas fincas a su favor sin más documento que su palabra. No hubo manera. Si el tribunal hubiera declarado inconstitucional aquella ley —muchos constitucionalistas lo creían probable—, ahora los ciudadanos podrían invocar ese veredicto para reclamar sus propiedades en los tribunales, lo que les abriría las puertas para recuperar lo suyo. Sin ese aval jurídico, poco podrán hacer los afectados. Miles de personas heredaron propiedades sin papeles, algo muy común en las zonas rurales. Y otros tantos Ayuntamientos no se preocuparon de inscribir los templos como bienes públicos. ¿Quién iba a pensar que la Iglesia, en silencio, se estaba haciendo con ellos?
Aznar extendió en 1998 ese privilegio, algo a lo que ni Franco se había atrevido: una reforma legal permitió a los obispos inmatricular los templos, algo que no habían podido hacer hasta entonces. Eso destapó el pastel, cuando se descubrió que monumentos que son patrimonio mundial, como la mezquita de Córdoba, icono de este expolio, ya no pertenecían al pueblo, ni a la humanidad, sino al obispado. Por eso dice la vicepresidenta Carmen Calvo que la Iglesia ha actuado amparada en la legalidad. Y eso ya vaticina una complejidad enorme para restituir lo usurpado.
A falta de certezas, se suscitan varias preguntas. ¿Qué porcentaje de lo inmatriculado volverá a sus legítimos propietarios? Seguramente, apenas algunos bienes inscritos a pesar de que los dueños tienen documentos que demuestran su propiedad. Porque eso también ha ocurrido en estas décadas: los notarios y registros de la propiedad han permitido que los obispos pusieran a su nombre fincas e inmuebles que ya estaban registrados con anterioridad. Errores o malas prácticas ha habido por doquier en este asunto. ¿Devolverá de buena fe la Iglesia algunos de los monumentos más significativos, como la Giralda de Sevilla, para acallar la polémica? ¿Qué se ha negociado con el Gobierno a este respecto?
Las organizaciones civiles que luchan por recuperar este patrimonio cultural siempre han sospechado que asunto tan espinoso tendría entre bambalinas arduas negociaciones. Algunos se preguntan también qué ofrecerá a cambio el Gobierno a las sotanas para cerrar este capítulo sin menoscabo político. Es una pregunta legítima, habida cuenta de que, en otras ocasiones, cuando se le ha puesto freno a la Iglesia en algunos privilegios, por ejemplo, en materia impositiva, la institución católica recibió en compensación pingües beneficios económicos. Ocurrió con el IVA, a instancias de Europa. Exigirles que paguen el IBI de miles de propiedades por toda España es otro cantar. Negociar con la Iglesia nunca fue fácil.
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