Huérfanos de madre y de pueblo
Una juez da la tutela de los dos hijos de una víctima de violencia machista a la tía paterna. Ellos no quieren. Hasta el momento los acogían dos vecinas. Ahora deben mudarse
Fueron tres horas y media de espera en la plaza frente a los juzgados. Dos niños de 11 y 13 años que enterraron a su madre hace un mes esperaban la decisión de la juez. Las vecinas que los han acogido este tiempo bromeaban con los críos, para calmar los nervios. El 22 de enero su padre, Daniel Mateescu, mató a su madre, Liliana Mateescu. Está en prisión provisional desde entonces. Sus hijos querían quedarse en La Puebla de Almoradiel, Toledo, unos 5.000 habitantes. Allí nacieron y vivían. Hasta este miércoles. Cuando el juzgado de instrucción número 1 de Quintanar de la Orden decidió que su tutela pasara de forma provisional a su tía paterna, que reside en Tarancón (Cuenca).
Tras el crimen, la pesadilla sigue para los huérfanos de la violencia de género. Siguió para estos chicos después de que su madre se convirtiera en la cuarta de una lista que ya suma 11 nombres de asesinadas por violencia machista en 2020. Sienten dolor, miedo a la oscuridad. Hacen un esfuerzo heroico para soportar la ausencia. También hay risas y juegos porque los niños son niños. El día que perdieron a su madre comenzó el periplo hasta saber dónde y con quién deben vivir. En enero, la juez Carolina Encabo retiró de forma cautelar la patria potestad al asesino confeso y otorgó la guarda provisional a dos familias que encabezan Pilar Sepúlveda y Katerina Costea, dos vecinas de los chicos. Los niños han declarado dos veces ante la juez, la primera en aquel momento. La segunda este miércoles. La hermana de Pilar, María José, y Katerina se habían ofrecido a hacerse cargo de forma permanente de los menores y, según contaban, ellos querían.
En este caso fallaron los controles. No había denuncias previas por violencia machista. Pero entre 2016 y 2019 estuvo en vigor una orden de alejamiento del padre sobre su hija, tras una denuncia por una agresión física que detectaron en el colegio, informaron este miércoles fuentes de Bienestar Social. También aseguraron que el Gobierno regional no tuvo constancia hasta después del asesinato, por lo que no se hizo un seguimiento a la familia: “No se notificó ni desde la Fiscalía ni desde los juzgados”. El alcalde, Alberto Tostado, precisó que en el Ayuntamiento tampoco lo sabían. El único control fue el que se realizaba desde servicios sociales a los niños porque iban con frecuencia al centro de atención a la infancia, donde hacían los deberes y participaban en actividades.
Sus padres llegaron de Rumanía hace dos décadas. Ellos nacieron en La Puebla de Almoradiel, donde van al colegio, a gimnasia rítmica y a fútbol. Donde tienen sus amigos. La justicia tiene el deber de escuchar a los mayores de 12 años y a quienes, aun siendo menores, sean lo suficientemente maduros. “No hay datos, pero nuestra impresión es que se prioriza que los niños se queden con familiares, normalmente maternos, y que no se separe a los hermanos. Cuando no hay parientes, la tutela pasa a las autonomías y van a centros o con familias de acogida”, explicaba este miércoles Marisa Soleto, directora de la Fundación Mujeres, que gestiona las becas Soledad Cazorla y lleva décadas ayudando a los hijos de mujeres asesinadas. “Reclamamos que se escuche más a los menores. Es frecuente que no se valore su opinión al mismo nivel que los informes periciales”, lamentaba.
En este caso, la juez se apoyó en un informe de Bienestar Social favorable a su tía paterna, según fuentes del Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha. En la vista de este miércoles, a puerta cerrada, también declararon la tía de los niños, que no quiso hablar con este periódico, y las dos vecinas. El auto establece que habrá un seguimiento del caso y tras el proceso penal deberá decidirse si se ratifica la tutela de la tía paterna.
Mientras declaraban los niños, María José Sepúlveda esperaba fuera. “Los críos no quieren irse con su tía, no se conocen prácticamente. Solo queremos que se les escuche y que puedan decidir”, reclamaba una y otra vez. “¡Qué pena estos niños! Con nosotros han estado bien. Han tenido orden, una hora para las comidas, para irse a dormir. Han conocido lo que es vivir en familia”, decía Katerina Costeu antes de conocer la decisión de la juez, intuyendo cuál sería el final.
Las vecinas contaban que Liliana, que tenía 43 años cuando fue asesinada, trabajaba en lo que le iba saliendo, así que pasaba temporadas fuera de casa, yendo cuando podía al pueblo. Los niños estaban con su padre, que tenía 50 años y estaba empleado en una cooperativa de vino local, y con su abuela paterna, de 84 años. Los críos, con acento manchego en castellano, hablaban este miércoles perfecto rumano con una familiar de su madre que había viajado para acompañarles.
A Pilar Sepúlveda se le humedecían los ojos al recordar la madrugada en que la niña irrumpió en su casa llorando y gritando: “¡Mi padre va a matar a mi madre!”. Pero su llamada al 112 no llegó a tiempo. “Antes ya pasaba mucho tiempo conmigo”, decía la vecina, “ahora entiendo por qué no quería irse a su casa”.
Pasadas las seis de la tarde llegó la noticia. Se irían con su tía. Debían ir a recoger sus cosas. La niña lloraba, abrazada a las hermanas Sepúlveda. “Vais a estar bien”, repetían las vecinas a los críos. Al lado, su tía y su abuela esperaban para iniciar una nueva vida. Sin madre. Sin padre. En otro pueblo. A una hora de su mundo.
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