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119 días hospitalizado por el coronavirus: “Ingresó con abrigo y salió en manga corta”

Juan Miguel Martínez, mecánico de aviones, entró en un centro sanitario el 24 de marzo y salió el 21 de julio. Por el camino se ha dejado 27 kilos, la fuerza en las piernas y el aguante para no llorar

Juan Miguel Martínez, después de 119 días de hospitalización.
Juan Miguel Martínez, después de 119 días de hospitalización.MASSIMILIANO MINOCRI (EL PAÍS)
Jessica Mouzo

Pocos aplausos de las ocho de la tarde llegó a ver Juan Miguel Martínez. Quizás dos o tres veces participó en el homenaje espontáneo que hacía la ciudadanía a los sanitarios durante el confinamiento. Poco más. “Ingresó con abrigo y salió de alta en manga corta”, resume su hija Sara, de 20 años. 119 días ha estado hospitalizado a causa de la covid-19 este mecánico de aviones del aeropuerto de El Prat. Ese 24 de marzo que entró por la puerta del Hospital de Bellvitge de Barcelona, España contaba cerca de 40.000 infectados y 2.500 fallecidos. Cuando salió, el 21 de julio, 278.000 personas, como él, se habían contagiado. 28.400 habían muerto, según las cifras oficiales (44.868, según los cálculos de EL PAÍS).

Corría el 17 de marzo cuando Juan Miguel, de 53 años y vecino de El Prat de Llobregat, empezó con fiebre, malestar general y diarrea. El 061 descartó la infección por covid-19 porque, entonces, la diarrea no estaba considerada un síntoma de la enfermedad —hoy sí—. En el centro de salud, sin embargo, le pidieron una radiografía que reveló una neumonía bilateral que, a falta de una prueba PCR que lo confirmase, apuntaba al coronavirus como causante. “Soy mecánico de aviones en Iberia y un día me llamó el piloto de un vuelo que venía de Milán por una avería y estuve trabajando allí. Yo creo que fue ahí donde me contagié”, revela ahora Juan Miguel, sentado en una silla de ruedas en el salón de su casa. Pudo ser ahí “o en cualquier parte”, tercia su esposa, Milagros Morales. Entonces, Juan Miguel ya llevaba mascarilla, pero el tapabocas no era, ni mucho menos, obligatorio. El virus corría descontrolado por todas partes, poco o nada se sabía de los casos asintomáticos que también infectaban y atajar la transmisión era un imposible.

Una prueba PCR en Urgencias reveló el diagnóstico de covid-19 de Juan Miguel el 24 de marzo. Al día siguiente, entraba en la UCI de Bellvitge. Durante seis días, los médicos intentaron remontar su función pulmonar con mascarillas y gafas de oxígeno. Pero fue en vano. Ya no había rastro del virus en su cuerpo, pero la huella del coronavirus seguía haciendo mella y tuvieron que intubarlo. 55 días dormido, con una traqueotomía por el camino, fallos renales, daño cardíaco y tres amagos de tirar la toalla. Su esposa y sus hijas, Sara y María, esperaban en casa una llamada, entre las tres y las ocho de la tarde, que calmase la angustia. O la empeorase. “Nos dijeron tres veces que se iba. Poníamos el altavoz y escuchábamos las tres al médico. Luego, más que lo que nos decía, analizábamos el tono de voz con el que nos había hablado, si estaba más serio, más pausado. Yo, a veces, ya no entendía ni lo que me decían”, recuerda Milagros.

Casi dos meses de espera hasta que Juan Miguel abrió los ojos. “Yo soñaba con otra vida. Mi mujer era la directora del hospital, yo era millonario y mi hija se había casado con un hombre musulmán”, explica ahora entre risas el mecánico de aviones. Es lo único que recuerda de esos días, que aún mantiene en una especie de nebulosa. No podía moverse. Solo el dedo meñique. “Yo pensaba: ¿qué me habéis hecho? Si yo vine por un resfriado y ahora no me puedo ni mover”, relata.

El 8 de mayo, Sara, que estudia Periodismo, y María, que está en quinto de Medicina, fueron a verlo por primera vez. Tenían pensado hacer una videollamada con su madre, que no podía ir por ser persona de riesgo (tiene una enfermedad autoinmune). Iban a divertirlo y a hacerle bromas, para quitar hierro al asunto, pensaban. Ese era su plan. Pero 55 días intubado en la UCI habían pasado demasiada factura. “No era mi padre. Tenía la mirada perdida, no hablaba, solo movía un dedo. Fue el momento más duro de todos porque, hasta entonces, todo era por teléfono y ahí lo vi y tomé conciencia de todo”, señala Sara.

Juan Miguel abrió los ojos en la UCI, pero empezó a conectar con la realidad cuando ya estaba instalado en la unidad de semicríticos. Ahí se enfadó con el médico porque no le dejaban ver a su familia; ahí fue la primera vez —la primera de muchas— que se sintió solo por estar lejos de ellas; y ahí fue donde reconoció a Milagros nada más entrar por la puerta, pese al traje de plástico que la tapaba de pies a cabeza.

El mecánico se recorrió todo el hospital durante la pandemia: Urgencias, UCI, semicríticos y tres semanas en planta. Luego siguió su recuperación en un centro sociosanitario, el Duran i Reynals, al otro lado de la gran avenida que discurre a los pies de Bellvitge. Era el último escalón antes de volver a casa.

La videollamada

De aquellos días, Juan Miguel solo tiene en la mente a los sanitarios que lo acompañaron. Como Lumi, la enfermera de la UCI que nunca faltaba a la videollamada con su familia a las siete de la tarde, la misma que le pegaba fotografías de sus hijas en la pared y le ponía música. “Está loca”, fueron las primeras palabras de Juan Miguel al ver a Lumi bailar junto a su cama. También se acuerda de Carmen, la auxiliar del Duran i Reynals que ha sido “una segunda madre”: lo duchaba, le reñía, se contaban sus vidas y lo obligaba a levantarse. Un mes allí da para mucho.

Pero el “ángel” de Juan Miguel es Marc, el enfermero del sociosanitario que le curó las úlceras y el alma. Con él salió a la calle después de tanto tiempo y por él se levantó de la silla por primera vez: “Vamos a despedirnos como hombres. Levántate y dame un abrazo”, le dijo Marc el día que le dieron el alta. Sara fotografió el momento. “Fue emocionante. Lloramos todos”, rememora Milagros Morales.

Juan Miguel, que no había ido al médico en su vida y ni siquiera tenía historial abierto en el hospital, volvió a la calle Sarajevo de El Prat el pasado 21 de julio. Entre el aplauso de sus vecinos, los abrazos de su familia y la visita sorpresa de sus compañeros de trabajo. Por el camino se ha dejado 27 kilos, la fuerza en las piernas y el aguante para no llorar.

El resfriado con el que entró a Bellvitge no le ha dejado más secuelas que la fragilidad en las piernas. Corazón y riñones “perfectos”, abunda orgulloso.

Después de todo, ya en casa, sentado en su silla de ruedas en pantalones cortos y 28 grados a la sombra, Juan Miguel solo añora ahora dos cosas: bajar a la calle a “socializar” y tomarse “una cervecita con los amigos”. “Calma, poco a poco”, le espetan las mujeres de la casa. Todo se andará.

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Jessica Mouzo
Jessica Mouzo es redactora de sanidad en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidade de Santiago de Compostela y Máster de Periodismo BCN-NY de la Universitat de Barcelona.

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