A las puertas de un hospital en Ecatepec: “Nos esperamos lo peor”
Los datos que rastrean el avance del virus explican cómo la enfermedad entró por las zonas ricas de la capital mexicana y se extendió unas semanas después hacia las áreas más pobres
A Mónica Mendoza, de 35 años, un paliacate le tapa la mitad de la cara y sus ojos perfilados de negro parecen más profundos. No es ninguna de las mascarillas recomendadas para combatir la pandemia, mucho menos a las puertas de este hospital de Ecatepec, a las afueras de la capital mexicana, en el Estado de México, donde más de una decena de familiares que han tenido contacto con pacientes de la covid-19 pueden estar contagiados y esperan respuestas. Es un pañuelo de tela con el que tradicionalmente los campesinos se secan el sudor.
“Cama 13”. Un miembro de la seguridad del centro público de salud pasa lista desde el otro lado de las rejas. La señora de al lado de Mendoza, también con un cubrebocas desechable, ingresa a un área del hospital con una bolsa de plástico donde lleva una botella de agua de dos litros, papel higiénico y pasta de dientes. A los familiares les recomiendan llevar este material cada pocos días pues el hospital, pese a ser de Gobierno, no puede garantizar a todos estos enseres básicos. “La mía es la cama 17”, explica Mendoza.
Su marido, Víctor Daniel Rodríguez Cañete, de 37 años, lleva “ahí encerrado” 12 días. Neumonía grave, diabetes, insuficiencia renal y positivo por la covid-19. Hasta ayer, no sabía nada de él, 11 días sin un informe médico más explícito que: “Está grave, pero estable”, le habían dicho. Como a las decenas de familiares que se amontonan en la puerta del Hospital de las Américas, la mayoría no sabe nada de sus enfermos desde hace semanas. “Es como si estuvieran en la cárcel, no pueden tener celular ahí dentro. Y muchos nos esperamos lo peor”, cuenta Mendoza.
Lo peor sucedió unos días antes, cuando la familia de un enfermo ingresó a la fuerza a este centro, seguida de otras, y comprobó que su familiar había fallecido. A las otras, según cuentan, ni siquiera les habían avisado todavía. Entre los gritos y llantos que se escuchan en un vídeo que escandalizó al país, había otros cuerpos sin vida en el área de Patología del hospital y eso desató el caos en las puertas del centro y pánico en otros hospitales públicos del país. Los familiares de Ecatepec, sin noticias de ellos desde hacía días, se agolparon en la entrada y cortaron la autopista para protestar. Desde entonces, el Ejército custodia el acceso a este y al resto de centros públicos de la capital y el Estado de México.
El enfermo Rodríguez Cañete es conductor de Uber y su esposa, ama de casa. Desde que lo despidieran de una farmacéutica donde se encargaba de la logística, no había encontrado otro trabajo. Estudió Economía, pero nunca ejerció como tal. Como sucede con muchos de los casos de los primeros contagiados en esta parte del Valle de México, su trabajo está en el centro de la capital, llevando a pasajeros más adinerados; y su casa está a las afueras.
Los datos que rastrean el avance del virus explican cómo la enfermedad entró por las zonas ricas de la capital y se extendió unas semanas después hacia las áreas más pobres, como Ecatepec, donde millones viven hacinados en casas sin agua potable y donde muchos de ellos presentaban enfermedades crónicas derivadas de una alimentación deficiente, como diabetes e hipertensión.
—Diecisiete. Rodríguez Cañete, Víctor Daniel.
— Yo, oficial. Soy su esposa.
Mendoza ingresa a una sala de espera del hospital, donde después del escándalo de los cadáveres, se ha habilitado como un improvisado salón de videoconferencias. No llega a tanto, cuentan los familiares. Dos veces al día, miembros del personal sanitario les prestan una tableta donde pueden ver y hablar con su familiar unos dos o tres minutos como máximo. Dos veces al día. La medida se implantó también un día después de las protestas por los muertos encontrados. Para ello, deben desplazarse a este hospital levantado a un lado de la autopista y de un centro comercial moderno, pero desierto estos días. Sin apenas transporte público y donde cuentan que en el puente que comunica el hospital con el otro lado de la calle matan solo por robarle a uno el celular.
Se conocieron hace 17 años en una fiesta y tienen dos hijos, de 16 y 13 años. El único ingreso de la familia ha sido siempre el que traía cada día Rodríguez. Llevan dos semanas sin que en esa casa entre un peso y este hospital, al que accede la clase trabajadora que no cotiza ni paga impuestos, no puede proporcionarles todas las medicinas. El tratamiento experimental para curar a Rodríguez —el combo de retrovirales, hidroxicloroquina y antibióticos—, además de los derivados de otros problemas, como la insuficiencia renal, les ha costado ya a esta familia más de 10.000 pesos (unos 500 dólares). Un mes de sueldo de su marido.
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