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La crisis del coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Colgando de un hilo

Nos desplazamos al pueblo, Zalduondo, en el último instante, justo antes de que las diferentes fuerzas empezaran con la vigilancia por tierra, mar y aire

Bosque a las afueras de Zalduondo (Álava).
Bosque a las afueras de Zalduondo (Álava).XURXO LOBATO (GETTY)

Nosotros nos íbamos a quedar en Vitoria-Gasteiz, en un piso que, caminando, queda a 20 minutos del hospital de Txagorritxu; pero el agente exterior de la familia, una hija de 21 años que tiene la cabeza bien puesta —no como la mía, que ya me baila—, nos conminó a salir del foco que en ese momento era el más vírico y contagioso de todo el Estado y a desplazarnos al pueblo, Zalduondo. Lo hicimos en el último instante, justo antes de que las diferentes fuerzas empezaran con la vigilancia por tierra, mar y aire. Llegamos, nos asentamos y empezamos a recibir mensajes. Entre las personas fallecidas en una de las residencias de ancianos de la ciudad estaba la madre de nuestro amigo Imanol Pradells, una mujer de trato delicioso con quien a veces, en verano, solíamos charlar en la terraza de una piscina cercana.

Zalduondo está, como su nombre indica, al lado del saltus, de las montañas que separan la esquina noreste de Álava de las provincias de Navarra y de Guipúzcoa. Es un lugar frío, y hay quien, al ver la fábrica de helados de la zona, no se resiste a hacer el chiste y soltar el previsible “qué bien eligieron el sitio”; pero ahora, cuando solo hace falta encender la calefacción una hora o dos al día, de ese frío, y de las lluvias de marzo, va emergiendo un paisaje que no describiré con detalle en atención a quienes viven en Hospitalet, Santutxu o Vallecas. Solo diré que la hierba es, efectivamente, muy verde, que las rosas, salvo las amarillas, son casi rojas; que el riachuelo sigue murmurando bajo el puente —aunque sin hablar mal de nadie—, y que los corzos, envalentonados por el silencio general, corren por los bosquecillos cercanos dando saltos. En cuanto a los ratones, que, también envalentonados, acudieron al pueblo como un ejército y convirtieron Zalduondo en Hamelín, han desaparecido de golpe. ¿Misteriosamente? En fin, no tanto, porque ahora hay muchas flautas de las que, cuando se las pisa, hacen plap!, y no fiii. He olvidado decir, para rematar mi descripción del lugar donde nos encontramos, que los pájaros cantan y vuelan, pero que los que más vuelan y cantan son los bulos. Se dice que la Ertzaintza nos vigila con drones, y que el 4x4 blanco que de vez en cuando aparece en las pistas forestales pertenece a algún cuerpo de seguridad secreto.

Todo lo que nos rodea es, pues, ameno, casi un jardín inefable, y, sin embargo, a pesar de la alegría y el entretenimiento que nos viene de los pájaros, los bulos, los corzos, las rosas, la hierba, los ratones derrotados y demás, todo ello junto no da más que para un hilo del que, sobre todo por las noches, cuelga nuestra inquietud por los días que vendrán; un hilo no muy fuerte que parece a punto de romperse cada vez que nos acordamos de las personas que, como la madre de Imanol Pradells, conocíamos y han muerto. Pero, por ahora, día a día, a pesar de los tirones, sigue aguantando, y con eso, y un par de bizcochos a la semana, vamos tirando.

Bernardo Atxaga es Premio Nacional de las Letras Españolas. Su última novela se titula Casas y tumbas (Alfaguara).

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