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EL PAÍS SE QUEDA EN CASA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Peón e4

Mi destreza o mi impericia en el ajedrez son, en realidad, mi destreza o mi impericia en general. Pierdo mucho, hasta el enojo

Dos personas juegan al ajedrez en el barrio de Madison Square de Nueva York.
Dos personas juegan al ajedrez en el barrio de Madison Square de Nueva York.JASON SZENES (EFE)

He vuelto a jugar ajedrez en el confinamiento, ahora en línea. No jugaba desde los 15 años. Dejé de hacerlo porque en la medida en que el mundo se ensanchaba —de la familia al barrio, del barrio al municipio, del municipio a la provincia— me convertía en un jugador cada vez más mediocre. Así sucede. Crecer es entrar en tu normalidad, y en ese entonces todavía pensaba, como todos los hombres, que podía haber en mí algo excepcional. Me apartaba de cualquier evidencia que sugiriera lo contrario, hasta que la evidencia fue la realidad entera y ya no hubo nada que evadir.

En cambio, hoy juego porque sé que, como todos los hombres, soy excepcional. Me enfrento a gente de cualquier parte desde una esquina de mi habitación. No me parece que estén lejos ni cerca, sino que están ahora, porque el mundo no es el espacio, sino el tiempo. Son indios, gringos y africanos tan desastrosos como yo. Aficionados sin cara, sin pensamientos de expresión reconocible. De alguna manera, enfrentándonos así, no nos enfrentamos más que a nuestra propia limitación.

Se trata de una práctica “cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra”. Nos movemos en la franja gris, populosa, en que has aprendido algo, pero mal. No eres un experto y no desconoces las reglas. Creo que esa es la relación de la mayor parte de nosotros, la mayor parte del tiempo, con la mayor parte de las cosas. El hombre actúa deficientemente, moviéndose a toda hora en una bruma, y sea cual sea la situación en que se encuentre, muchas cosas parecen siempre faltarle.

Apenas manejamos las piezas, no vemos más allá de dos jugadas, las combinaciones sublimes de la belleza se escapan por el trasfondo de nuestra mirada, las figuras que trazamos en el tablero buscan mayormente un fin inmediato y grosero, irrespetamos al rival y el rival nos irrespeta con trampas banales, y no podemos nunca, como sí hacen los grandes maestros, concentrar la precisión de la ciencia, la intuición del arte y la determinación del atleta en un solo y único movimiento seco.

Todo esto, no obstante, lo comprendemos porque la ignorancia es la forma más sutil de la inteligencia, y a la ignorancia, impelida de ejecutar, le ha sido dado el acto maravilloso de entrever. Esa es la razón por la que la palabra pertenece a la ignorancia más que a ningún otro predio, porque lo que una palabra hace es justamente entrever.

El ajedrez, como el mundo, es un idioma que puedo entender, pero no hablar. Del mismo modo, lo que yo hablo otros lo entienden, pero nadie más podría pronunciarlo. Rendija, balbuceo, ojo azorado que se asoma. Esa imposibilidad de suplantarnos y, al mismo tiempo, esa manera relativamente fácil en que nos desciframos el uno al otro, es lo que permite imaginar una reconciliación práctica entre las dos ideas más poderosas que existen, las únicas dos que valen la pena. La idea del individuo, la idea de comunidad.

Mi destreza o mi impericia en el ajedrez son, en realidad, mi destreza o mi impericia en general. Pierdo mucho, hasta el enojo. Veo venir las jugadas letales del contrario, pero no puedo frenarlas. Huelo el peligro, pero no evito su manifestación. Y con eso, milagrosamente, parece bastar. Llevo en la tierra 30 años que lo demuestran, acompañado por la “torre homérica", el “ligero caballo", la “armada reina", el “rey postrero”, el “oblicuo alfil”, los “peones agresores", y siendo también esas cosas indistintas alguna vez.

Un jugador de potrero como yo no puede sacarle al ajedrez, que es el repositorio absoluto de todas las posibilidades, más que una imagen de principiante. Este confinamiento es el tablero desolado, en el que faltan ya el resto de las piezas. Al final de la partida, los peones del virus avanzan como un ejército paciente y nos acorralan. Un rey ridículo busca las tablas por asfixia. Somos la víctima justa del juego perfecto que inventamos.

Carlos Manuel Álvarez es escritor cubano. Su último libro es Los caídos (Sexto Piso)

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