Ausencia y ‘rock & roll’

La tónica de gran parte de los titulares periodísticos (y ello sin entrar en algarabías, ni en bulos) contiene nociones otrora incompatibles con un libro de estilo. Los “no”, los “tal vez”, los “si” condicionales, los interrogantes, las predicciones. Ocurre que incluso los mejores del reportaje tienen que recurrir a islotes de realidad conectada, picatostes flotantes en la inmensa sopa de ausencia en que vivimos. Tiempos duros para el periodismo presencial, por eso admiro tanto a quienes lo hacen. Aprecio que este rinconcillo sea como el dedo del pie que sobra a las modelos especializadas en lucir sandalias. La amputación no se notaría, y no duele.

Me he ido por los cerros. De lo que quería hablar es de cómo, para negar la ausencia de una misma en cualquier parte, una a veces se busca por extraños vericuetos. Ayer pillé en Spotify el álbum de The Who en directo en el concierto de la isla de Wight de agosto 1970, y lo puse sólo para escucharme. Sí, ahí estaba yo chillando como una fan más desde una silla de tijera, con la que me había hecho a cambio de prestarle mi noviete a la heredera descarriada de un bufete de abogados. Arengando al grupo desde una de las primeras filas, iba yo aceptando los porros que me pasaba un joven melenudo vestido de oficial napoleónico. Y en ese momento, entre placeres de buena música y las sustancias, sentí, supe, certifiqué que sólo aguantaba ocho horas seguidas sin orinar.

Tiempos aquellos. Ahora duro menos de dos horas.

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