Malas costumbres
Ni siquiera en estos días, o mucho menos en estos días, me veo capaz de recoger y archivar. Me da miedo lo que pueda encontrar

Algunos pésimos hábitos no mejoran con la pandemia. El mío consiste en llenar mesas de papeles. Cuando tengo una bien cubierta de documentos, empiezo con la siguiente. Por fortuna, desde que sidi Mahmud (gracias, habibi) adquirió mi piso modernista de Barcelona (con la esperanza de acabar obteniendo la ciudadanía europea, pobre; y mira que le avisé), que era mi fondo de pensiones; desde entonces vivo en la mitad de espacio y muy minimalista, para lo que es una.
Pero hay una mesa. Larga, blanca, amplia, muy sueca. Poblada por todo (material de oficina, de lectura, aparatos, un bote de aire comprimido para limpiar los puertos del ordenador, periféricos), ni siquiera en estos días, o mucho menos en estos días, me veo capaz de recoger y archivar. Me da miedo lo que pueda encontrar, sabéis. Un post it puede herir la memoria, no quiero ver esa nómina de Marlene que no pudo firmar, los libros de arte que me regalaron en el Museo Ruso de Málaga me traen tanta belleza de aquella mañana (¿verdad, Tere? Da recuerdos a nuestra guía) que los ojos me duelen.
Para esta mesa uso un romántico desinfectante, una mezcla de detergente, agua y una vodka perfumada repugnante que compré por equivocación. Rocío y rocío, sin frotar, o frotando lo mínimo, para no alterar el desorden, cada cosa en su sitio y su sitio en cada cosa.
Y así espero, mientras los papeles se curvan como si dialogasen entre ellos y los rotuladores se van secando, otro milagro, como diría el poeta, de la primavera.
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