Felices confinados
Cuando empezaron a caer de la agenda como fichas de dominó los viajes y las reuniones, no sentí angustia, sino alivio. Estoy bien en mi confinamiento. No soy la única
Son ya tres semanas. Tres porque en Madrid la situación excepcional la contamos desde que se suspendieron las clases, el 11 de marzo. La primera fue tremenda. No había manera de concentrarse ni en el trabajo, ni en la lectura, ni en nada y descubrimos que, en contra de lo que hubiéramos imaginado antes, el tiempo encerrado en casa no cunde. La segunda semana averiguamos que esa dispersión, esa inquietud que se tragaba las horas como un agujero negro, no era externa, sino interna. Acostumbrados a la productividad y la multitarea, el vacío nos costaba, de modo que seguíamos con la misma carrerilla y el mismo baile de San Vito. Esta tercera semana ya podemos dominar nuestros impulsos y logramos despegarnos del móvil a ratos. Con la cabeza más asentada, comprendemos la queja existencial de las amas de casa de antaño: la vida doméstica es exigente, el hogar tira de ti con obligaciones que, según resuelves una, nace otra y lo resuelto dura poco, pues al día siguiente hay que recomenzar.
Los días se suceden así con una cadencia y un orden que había olvidado y que asocio con la infancia. Y me seduce, para qué negarlo. Cuando empezaron a caer de la agenda como fichas de dominó los viajes y las reuniones, no sentí angustia, sino alivio. Estoy bien en mi confinamiento. No soy la única. Casi desde los primeros días, algunos amigos fueron confesándome, en estricta confidencialidad y creyendo ser la/el único, el/la rara, que son felices como hacía tiempo. Lo reconocían avergonzados por sacar partido a una situación que en verdad es una catástrofe. Y yo me pregunto: ¿Qué clase de vida llevábamos antes para que estemos felices ahora? ¿Estamos contentos porque nos hemos acompasado a un ritmo más acorde con nuestra biología? ¿Porque hemos tomado conciencia de nuestra inmensa fortuna al convivir con familiares que amamos, disponer de viviendas confortables, poder realizar nuestro oficio en casa y no carecer de nada esencial? ¿Porque no debemos tomar decisiones? ¿Porque descansamos en la seguridad de que los profesionales de la salud nos cuidarán si llega el caso?
Sabemos que no es así para todos. Hablamos con amigos que han perdido a familiares o los tienen ingresados sin poder acompañarlos. ¿Necesitábamos el contraste con la desgracia para sentir esta humildad que es parte de nuestra contentura?
Pienso con temor en el día en que esto acabe. Algunos dicen que de este confinamiento saldrán nuevos hábitos, una vida más serena. Soy escéptica. Dudo que al estado de alarma siga el de epifanía. Solo en las fábulas y en las películas de Hollywood los protagonistas aprenden algo. En cuanto se decrete el fin, los teléfonos volverán a sonar y los correos a llover. Volverá la hiperactividad. Volveremos a estar en misa y repicando.
Pero yo quiero seguir siempre así, con la tertulia diaria con amigas café en mano delante de nuestras pantallas, algo que antes jamás hacíamos, con mi recuperado interés por la cocina, con mi simple despertar cada mañana, con mis gatas asombradas de tenernos siempre a mano, con mis horas de escritura sin interrupciones, con mi casa reconquistada, con mis preocupaciones reducidas al bienestar propio y ajeno. Temo que nuestros buenos propósitos se esfumen chupados por el mismo agujero negro por el que se esfumaron tantos días sin recuerdo.
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