Vampirismo
Si desapareciéramos del planeta, el mundo volvería a su estado original, sin esa especie invasiva que todo lo toca y lo manipula
El coronavirus está íntimamente relacionado con el vampirismo, no solo porque tiene su origen en una sopa de murciélago, también por la forma en que se propaga. No es lo mismo un vampiro que un murciélago, los vampiros son criaturas literarias, pero también es verdad que el murciélago de la sopa del mercado de Wuhan podría formar parte del séquito de Drácula. Además hay murciélagos hematófagos que se cuelgan del cuello de las vacas, desgarran la piel con sus colmillos y succionan la sangre de la que se alimentan, precisamente como lo hacía el vampiro de Bram Stoker.
El vampiro, al clavar los colmillos en el cuello de su víctima, la contagia de vampirismo, la convierte en un ser nocturno que vive encerrado en su casa en una perpetua noche inducida, y que solo sale para alimentarse. Pero el vampirismo no se contagia por la mordida, sino por la saliva, como nos contagiamos nosotros del coronavirus, que nos infecta con una gota de saliva que proviene de la boca de otra persona. Boca que arrastra mi boca, diría el poeta con el verso arteramente resignificado.
A estas alturas de la cuarentena se han añadido al vampiro otras especies. Hemos dejado vacías las calles y nuestro lugar empieza a ser colonizado por diversas criaturas. En Madrid se ha visto un grupo de pavorreales caminando, pavoneándose sería mejor decir, por las aceras y en Barcelona, la ciudad en donde vivo y purgo mi cuarentena, las ratas van saliendo del subsuelo, toman el sol cada vez con menos disimulo y por las noches bajan los jabalíes de la sierra de Collserola y se pasean, a veces en familias de tres o cuatro, porla avenida Diagonal. La invasión de estas criaturas, que aprovechan nuestra ausencia para tomar las calles, me ha sugerido una de las grandes enseñanzas de la pandemia del coronavirus: somos una especie de la que el mundo puede prescindir.
La naturaleza aprovecha nuestra ausencia para recuperar su territorio; si la cuarentena durara el tiempo suficiente, la ciudad terminaría sepultada por la maleza y habitada por animales de todas las especies, el cemento iría desapareciendo debajo de la yerba y los edificios irían siendo devorados por plantas trepadoras, por hiedras, por parras vírgenes, por hermosas y arborescentes glicinas, y las casas, las fábricas y los polideportivos desaparecerían debajo de una colorida plaga de buganvillas. Además de las ratas y de los jabalíes, ya sin memoria de la polución ni del escándalo de las máquinas, harían sus madrigueras los conejos, y en las ramas de los árboles los halcones se rascarían los picos y en las zonas de follaje más intenso se colgarían de cabeza los murciélagos, mientras las vacas, y los cerdos y los caballos pastarían tranquilamente al sol.
Estos días, al ver la ciudad vacía por la ventana, he pensado que si desapareciéramos del planeta, el mundo volvería a su estado original, sin esa especie invasiva que todo lo toca, lo manipula, lo transforma, lo perturba; sin nosotros todo regresaría al orden primigenio. La pandemia tiene ese efecto educativo, nos enseña que aquí somos invitados, que la naturaleza tiene un ritmo, una forma de imponerse que, si queremos seguir siendo habitantes del planeta, más nos valdría empezar a respetar.
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Jordi Soler es escritor y autor de Usos rudimentarios de la selva (Alfaguara).
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