“Necesito volver a trabajar y sentir que hago algo”
Los casi 10.000 sanitarios contagiados, un 14% de todos los casos, suman a la angustia de infectar a los suyos la de no seguir ayudando
Marta solo ve a sus tres hijos si se asoma a la ventana cuando la lían en el jardín. Atisba al marido tres veces al día al dejarle la bandeja con comida en un rincón del cuarto. A su madre nonagenaria, que suele pasar las horas en su habitación viendo la tele, ni la oye. “Estoy aterrada por los dos”, musita con voz algo cansada esta doctora del Summa de Asturias, 45 años, enferma de coronavirus. “Él es médico y tiene 63 años. Ella está muy delicada. Sé que ni siquiera podría ingresar en un hospital”. Como Marta, 9.444 sanitarios se han contagiado, según los últimos datos oficiales, difundidos el viernes. Un tremendo 14%, casi el doble que Italia, donde la pandemia está en pleno auge. Fernando Simón ha informado este sábado de que solo el 8,8% de los médicos infectados requieren hospitalización, un porcentaje “muy inferior” al de la media de pacientes, que se sitúa cerca del 40%. Pese a ello, ya han fallecido tres médicos de familia —el último ayer, en Albacete— y una enfermera. Detrás de ese porcentaje de sanitarios infectados está la falta de equipos de protección suficientes y de calidad, según denuncian colectivos de médicos y enfermeras.
Encerrados en una habitación —con suerte, otros ingresados en sus propios hospitales—, el paracetamol no les rebaja la culpabilidad de poder haber llevado el virus a los suyos, ni los pensamientos circulares —“¿en qué momento me contagié?, ¿hice algo mal?”—, ni les silencia el WhatsApp donde los compañeros desgranan agotamiento, quejas —equipos de protección que no llegan o que hay que estirar como chicles— o nuevos conocimientos frente a la mayor crisis sanitaria de los últimos 100 años.
Por ello, si algo desean, además del bienestar de su familia, es volver a enfundarse ese equipo que les hace sudar. “El día que me quité el EPI [equipo de protección] y me di cuenta de que me tenía que ir a casa, ese momento… No lo he pasado peor en mi vida, me produjo una angustia enorme”, relata un intensivista de un gran hospital de Madrid que lleva una semana aislado. “No tenía miedo por mí, sino por marcharme. Pensaba en el trabajo a diario, en mis compañeros. Sientes frustración porque estar en casa sabiendo la guerra que se libra en intensivos es un infierno. Los días de fiebre me despertaba soñando con eso”.
A la médica asturiana la sorprendieron los escalofríos en el coche saliendo del trabajo. Solo unos minutos antes su temperatura era normal. “Al llegar a casa, pedí a mi marido que me trajera el termómetro al jardín: 39 grados. Le hice sacar todo de la habitación de uno de los niños”. Su hija pequeña se echó a llorar. Siete días después masca sus miedos mientras va pegando en la pared dibujos infantiles. Corazones. Ella, como superheroína. Su pareja teletrabaja, se ha echado la casa sobre los hombros y trata de no cruzarse con la suegra. Los compañeros les dejan las bolsas de la compra en la puerta del chalé. Se sincera: “Es difícil de aceptar que si se contagian es por ti. Imaginar que alguno se pone malo”.
“Necesito volver a trabajar y sentir que hago algo”, solloza N., una enfermera de la UCI del hospital de Alcorcón, en Madrid. Tuvo algo de fiebre un día, y ya. Pero ella es la víctima más leve de un huracán que ha quebrado a los suyos. Ha visto morir a su abuelo —“al menos he podido darle la mano cuando agonizaba”—, ingresar a la yaya y comprobar como caían desde su marido hasta su tía. El yayo había sido minero y a los 84 años recorría Móstoles para llamar a todas las puertas de hijos y nietos. Era el cemento de una familia que se duele por videoconferencia y que tuvo que tirar todas las cosas del hombre que reprendía a N. por entrar a verle: “Vete, hija, que te van a reñir”.
Su compañera Gloria regresará mañana a la UCI del mismo centro. “Pero mi madre me llama, angustiadísima, y me dice que por qué tengo que trabajar”. La madre, enferma pulmonar, otra losa. Gloria se ha acostado sola durante dos semanas en la cama nido del cuarto de su hijo mayor. Otra enfermera, de urgencias, masculla: “Vivo aislada de mis hijos, con mascarilla todo el día, durmiendo en el salón en un colchón. Tengo miedo de que no me den el alta y de que me la den por si acabo haciendo de vector para mi marido y mis hijos. Tengo impotencia por no poder estar con mis compañeros. Están viviendo una guerra sin armas”. Esther, enfermera del Puerta de Hierro, ya con la tos dominada, quiere regresar. Pese al agotamiento que habrá. El miedo. “Deseo volver por mis compañeros”.
Una habitación y un cuarto de baño para ellos. Mascarilla. No compartir toallas. Y la rabia de haber corrido más riesgos de los imprescindibles. A Jesús Jaén, celador en el hospital de la Princesa, de Madrid, le gusta leer historias bélicas. Lleva 10 días en casa, rodeado de incertidumbre, un niño de cinco años y su esposa, que es enfermera. En su planta se han contagiado tres auxiliares. “Esto me recuerda a la batalla de Stalingrado. Que cuando moría uno, el fusil lo cogía otro y se ponía a disparar. No ha habido medios ni fusiles para esta guerra”, dice. “No puede ser que la gente esté reclamando que no tiene los equipos adecuados, es tercermundista. No tenemos la mejor sanidad del mundo, la han desmantelado”. La enfermera de UCI del hospital Ramón y Cajal Mar Cálamo, compañera en el sindicato MATS y también contagiada, eleva el mismo lamento y hace una confidencia: “Me dicen que siempre llora alguien al entrar o salir del turno”.
El 14 de marzo, la influencer Madame de Rosa comunicó a sus 600.000 seguidores de Instagram: “Vuelvo a mi trabajo de enfermera. Espero que no me echéis demasiado de menos, me tengo que ir a ayudar a gente que lo necesita... Os quiero 3.000”. Diez días después escribió: “He dado positivo en Covid-19”. Entre medias, Madame de Rosa se había convertido en Ángela Rozas, 38 años, enfermera en la tercera planta del hospital La Paz, repleta de afectados de coronavirus. “Pidieron refuerzos. Me contrataron en tres cuartos de hora”, relata al otro lado de la línea una voz quebrada por la fatiga. En una semana apareció la fiebre. El día que fue a hacerse la prueba dieron 300 números. “He repasado 50 millones de veces qué pudo pasar”. Tenían un equipo por turno. Para optimizarlo las enfermeras entraban en la habitación y hacían el trabajo de las auxiliares y viceversa. “Pero si surge algo urgente, te pones un batín y un delantal de plástico y entras”. Cosas así cuentan otros. Si hay que entrar, se entra.
Aislarse y esterilizar la compra
Andrea entra al súper como a un quirófano. Su ropa no roza el carro ni los productos. “Tú eres tus manos, tus guantes, nada más”, dice. Tiene experiencia en la asepsia extrema porque es enfermera instrumentista en un hospital de Valencia y estudia cuarto de Medicina. Ve con horror como la gente se toca con los guantes la cara, el abrigo, las gafas. Cuando vuelve de la compra, deja en la puerta de sus padres las bolsas. Ellos lo lavan todo con lejía.
Andrea no está infectada, pero actúa como si lo estuviese. “En realidad, así deberíamos hacerlo todos”. Se ha aislado de sus padres, que viven puerta con puerta. “Mi padre tiene silicosis y un 60% de capacidad pulmonar, no lo superaría”, dice. Su vida se limita a ir a trabajar, ahora con enfermos de coronavirus, y a seguir estudiando como puede. A menudo se conecta por videoconferencia con una amiga cuyo padre, médico, duerme en el garaje.
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