Enganchados al sol desde hace 40 años
El arquitecto de la urbanización madrileña Rosa Luxemburgo, construida a principios de los ochenta, ya planificó unos tejados cubiertos de placas solares. Treinta años después un vecino hizo realidad el sueño de este visionario
Si no fuera por su tradición sindicalista y por su pasada militancia en el Partido Comunista, el sobrenombre que mejor le iría a Paco Holguera sería el de rey sol. Este ingeniero jubilado de 75 años está empeñado en que la energía solar se extienda por la urbanización Rosa Luxemburgo, ubicada en San Sebastián de los Reyes (Madrid) y en la que vive desde 1983. Holguera convenció hace una década a 34 vecinos para que cubrieran sus tejados de placas solares. La Rosa, como la llaman sus vecinos, se convirtió entonces en la comunidad pionera en instalar energía fotovoltaica de manera colectiva. José Miguel Torallas, el arquitecto de la urbanización, ya había dibujado en los planos unos tejados cubiertos de placas solares –aunque por falta de viabilidad no se instalaron–. Treinta años después, Holguera cumplió el sueño del visionario arquitecto.
El siguiente paso de este ingeniero de telecomunicaciones en su apuesta por la energía renovable fue promover el autoconsumo en 2017. Cinco viviendas instalaron paneles con el asesoramiento de la empresa sin ánimo de lucro Ecooo y desde entonces complementan su abastecimiento con la energía que generan. Holguera confía en que el real decreto aprobado este mes de abril para derogar el llamado impuesto al sol, que castigaba fiscalmente el autoconsumo, anime a más vecinos. “He propuesto al Ayuntamiento la creación de un parque solar en el que se puedan recargar coches eléctricos”, explica Holguera, más dedicado al ecologismo (“más fructífero”) que a la política.
Holguera vive junto a su compañera en el lugar idóneo para llevar a cabo su ideario ecologista. La Rosa se constituyó como cooperativa en 1980 y muchos de los vecinos ya tenían conciencia medioambiental. Torallas se inspiró en Milton Keynes, un pueblo construido a finales de los sesenta a media hora en tren de Londres, para crear esta colonia de 794 casas. Muy sensibilizado para la época, diseñó 15 viviendas de una sola planta para minusválidos. “Era un hombre bastante utópico. En un principio pensó en hacer 5.000 viviendas. Había viajado mucho, tenía ideas diferentes del resto”, afirma Luis Pradal, el aparejador que trabajó con él casi desde el principio y residente de La Rosa desde siempre.
De igual manera que se desechó la instalación de paneles se rechazó la construcción de chimeneas. “Era demasiado burgués, además”, cuenta Pradal, que fue uno de los 34 vecinos que invirtió 14.000 euros en la instalación hace 10 años. “Te tiene que gustar este tema, estar concienciado. No es para ganar dinero”, explica. El arquitecto técnico jubilado pidió un crédito que pagaba con el beneficio que obtenía de verter la energía a la red; a los ocho años amortizó la inversión. Padral y Holguera justifican la baja participación de los vecinos por los impedimentos administrativos: había que darse de alta como autónomo y declarar el IVA trimestralmente.
Consumir la propia energía generada
José Manuel Osma pertenece a la segunda oleada, a la que instaló paneles para el autoconsumo. La inversión rondó los 5.000 euros. “Lo hicimos más por conciencia medioambiental que para ganar dinero”, refuerza este informático retirado de 63 años, que lleva unas gafas fotocromáticas: los rayos del sol tintan los cristales cuando sube al tejado para mostrar el huerto solar que ha “plantado”: “Vamos abreviando, que los jubilados no tenemos tiempo para nada”, afirma socarrón.
El que también anda falto de tiempo es Holguera. Su aire pausado y la manera en la que escoge las palabras anticipa la diligencia con la que desempeña todas sus ocupaciones. Distribuye su tiempo entre el campo y Sanse, como se conoce el pueblo. Tiene paneles de abejas en la sierra de Madrid y organiza la plantación de unas encinas en el monte, lleva la web de la urbanización y forma parte de tres comisiones en La Rosa: la de actividades voluntarias (ocio), la de energía renovable y la de Internet. Esta última se encarga de gestionar una red que instalaron en los dos mil y que provee de conexión a los vecinos. Ahora quieren introducir la fibra de manera colectiva.
Hay algunos vecinos muy comprometidos con el medioambiente. María José Vera, de 69 años, cocina pan en un horno solar de quita y pon en el patio de su adosado. Esta profesora de instituto jubilada instaló las placas de autoconsumo hace dos años y asegura que en invierno su casa nunca está por encima de los 19 o 20 grados. Tiene mantas repartidas por la casa. “Os dejo, que ya me he perdido la clase de yoga y no me gusta faltar”, cuenta esta jubilada activa. “Venga, María José, que vas a compartir portada con los políticos”, la anima Osma, el más guasón.
En la urbanización se dan clases de idiomas, de pilates y hay talleres para niños. “Hay un vecino que es profesor de inglés y da clases a los mayores”, afirma la administradora Alejandra Gregorio, que también vive en La Rosa. La comunidad se compone de docentes, obreros de grandes empresas (como Holguera, que trabajó en la fábrica de material telefónico Standard Eléctrica), algún escritor y taxistas.
El relevo de los jóvenes
La Rosa pasó una crisis hace un lustro debido al envejecimiento de los vecinos. Había decaído el espíritu comunitario hasta el punto de que la comida anual de confraternización casi se suspende. “Los jóvenes son más individualistas. Apenas se conocen los unos con los otros”, afirma Gregorio. La situación no es la misma que hace 35 años. La Rosa llegó a tener un canal de televisión. Emitían en un plató desde la sede en la que hoy trabaja la secretaria y que llaman el pirulí por la gran antena que corona su techo. “En los genes está el colectivismo y la cooperación”, defiende Holguera, que llegó a Madrid en los sesenta procedente de Extremadura.
Una de las jóvenes que ha tomado el testigo es Marta Muñoz. Participa en la organización de un modesto festival de música, de un mercadillo y de una castañada. “Los mayores piden que les demos el relevo, pero son imprescindibles”, afirma esta bióloga de 46 años, que instaló placas solares hace dos años y antes de que se aprobara el real decreto se ahorraba entre 10 y 15 euros al mes en la factura.Madre de dos niños, permutó hace ocho años su piso de Sanse por el adosado que tenían sus padres, ya mayores, en La Rosa. Igual que hizo Holguera en los ochenta. “Cambié a pelo con Antonio Gutiérrez [secretario general de Comisiones Obreras entre 1987 y 2000] mi casa de Majadahonda por esta”, recuerda. Sus vecinos, al menos, han salido ganando.
Calles sin políticos ni generales
Cuando se constituyó la cooperativa Rosa Luxemburgo a principios de los ochenta, los tres mil nuevos vecinos que se trasladaron a San Sebastián de los Reyes incrementaron la población de este municipio al norte de Madrid en casi un 10%. "Que vienen los comunistas", rememora que se oía Almudena Suárez, funcionaria ya jubilada del Ministerio de Cultura. Gentes del entorno del Partido Comunista habían promovido la formación de esta cooperativa, aunque no había que ser militante ni cumplir ningún requisito para comprar uno de estos chalés por cuatro o cinco millones de pesetas, unos 25.000 o 30.000 euros (hoy algunos se venden por entre 300.000 y 400.000 euros).
El carácter asambleario ha estado presente desde la creación de esta comunidad. Decidieron por votación si los los chalés tendrían piscina, lo que se descartó porque "no teníamos un duro". Aprobaron la instalación de una gran antena que suministraba señal a todos los vecinos. "Al no haber antenas individuales en los tejados preservábamos la estética de las casas", afirma orgulloso Luis Cabral, el arquitecto técnico de La Rosa. También convinieron no cercar la urbanización. "Ni vigilancia ni vallas. Eso no va con nosotros", añade este residente de la calle Francisco de Quevedo que, como el resto de vías, tienen nombre de escritores. "Ni políticos ni generales", cierra.
De puertas afuera, los vecinos de La Rosa impulsaron la apertura de una estación de metro. "Se planeó que llegara al pueblo, pero no que hubiera una parada justo al lado". La urbanización, levantada prácticamente en el campo, no tenía vegetación; parecía un poblado. "Al principio lo llamaban Marraquech", cuenta la vecina Marta Muñoz. Estaba tan en el medio de la nada que había unos cables de alta tensión que la atravesaban. "Conseguimos que los desviaran en los noventa", apunta Cabral. Uno de tantos logros.
Esta noticia, patrocinada por el proyecto FeliZiudad, de Renault, ha sido elaborada por un colaborador de EL PAÍS.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.