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Francia potencia el latín y el griego en la escuela

El ministro francés de Educación, Jean-Michel Blanquer, defiende el aprendizaje del árabe en las aulas

Un examen de bachillerato en un instituto de Nantes (Francia).
Un examen de bachillerato en un instituto de Nantes (Francia). GETTY

La escuela francesa —fábrica de ciudadanos, motor de la meritocracia y pilar histórico de la identidad de la Francia republicana— vuelve a lo básico. Leer, escribir, contar, respetar. Estos son los fundamentos en los que deben centrarse, según Jean-Michel Blanquer, ministro de la Educación Nacional del presidente Emmanuel Macron. En el año y medio que lleva en el cargo, Blanquer, que impulsó la prohibición de los móviles, también ha potenciado el aprendizaje del latín y el griego.

“La cuestión principal de nuestra época”, dice en un encuentro con EL PAÍS y otros medios europeos, “es cómo este mundo cada vez más tecnológico puede ser un mundo cada vez más humano”.

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El refuerzo de las lenguas clásicas en la enseñanza, progresivamente debilitadas en los años recientes, figura entre las prioridades del Gobierno francés. Blanquer (París, 1964), un tecnócrata especialista en América Latina que dirigió la escuela de negocios ESSEC, ha promovido un aumento de las horas lectivas en estas asignaturas opcionales, horarios que las hagan más accesibles y un sistema de puntuación que le dé mayor peso en el bachillerato. Ninguna de estas medidas es revolucionaria. No se plantea, por ejemplo, hacer que estas lenguas sean obligatorias, pero sí incentivar su estudio con el fin de revertir el descenso progresivo de alumnos en los últimos veinte años.

En Francia un 12,25% de alumnos estudia latín, y un 0,85% griego. Para el ministro, las lenguas antiguas representan más que dos simples asignaturas. Para él, pueden ser algo así como las paredes maestras del sistema. “Debemos ser vigilantes para que este mundo nuevo, caracterizado por internet y las nuevas tecnologías no nos dé soluciones engañosas. Cuanto más nos adentremos en este mundo en el que hay que saber programar, más interesante es conocer la historia griega y latina”, dice. “El aprendizaje del latín y el griego contribuyen al desarrollo de la lógica, facilitan el aprendizaje de otras lenguas y permiten establecer un vínculo entre diferentes conocimientos”.

Una de las críticas que afronta Blanquer es que sus medidas sean más simbólicas que de profundidad, una política de gestos y mensajes. Y es verdad que no propone una transformación radical del sistema educativo, sino más bien una suma de pequeños cambios que, juntos, reflejan un enfoque muy macroniano, centrista: una mezcla de liberalismo con estatismo republicano; de sentido común a la manera tradicional con teorías inspiradas en las innovaciones más recientes de la neurociencia.

Blanquer ha desdoblado las clases de los primeros cursos de primaria en las zonas desfavorecidas, medida considerada clave para reducir las desigualdades. Pero la medida estrella ha sido la prohibición de los móviles en las escuelas primarias e intermedias, hasta los 15 años. "Un mensaje a la sociedad entera", dice Blanquer, porque "los padres deben gestionar el mismo problema en casa" y, "se trata de una adicción que, desgraciadamente, no solo atañe a los adolescentes".

Desde los sindicatos se le ha criticado por los recortes de puestos de profesores, la reforma del examen del bachillerato y las evaluaciones estandarizadas de los alumnos y los centros, y la semana pasada afrontó una primera huelga que tuvo un seguimiento limitado. También una visión conservadora, en algunos aspectos antigua, de la educación, y de "calcar el funcionamiento del de una economía y de un mundo que hoy están agotados", según escribían recientemente, en una columna en Le Monde, un colectivo de profesores y especialistas en educación. Desde los sectores más duros de la derecha se le ha reprochado que defienda las clases de árabe en las escuelas públicas.

"El árabe es una lengua importante, como otras grandes lenguas de civilización: el ruso o el chino", argumenta Blanquer. "Debemos cuestionar la manera en que se enseña esta lengua hoy", añade, en referencia a las clases de árabe en ámbitos religiosos —como las escuelas coránicas— donde se fomentan "derivas comunitaristas, con frecuencia fundamentalistas". "No podemos hacer ver que no lo vemos. Y esto justifica aún más que esta enseñanza tenga su lugar en la escuela de la República, donde está protegida de las fuerzas oscurantistas y puede enseñarse sin connotaciones religiosas", continúa. "Es una de las maneras de luchar contra el fundamentalismo religioso".

Francia dispone de un instrumento particular de integración: la laicidad, cuyos principios están definidos en la ley de 1905 que establece la libertad de culto y la neutralidad del Estado ante las religiones. A veces también se ha visto como lo contrario, un instrumento de discriminación que impide manifestar las particularidades de cada comunidad.

Fue en virtud de la laicidad que en 2004 se prohibió la ostentación de signos religiosos en la escuela. Para Blanquer, la laicidad es una garantía de la presencia del Estado y los valores republicanos en la escuela ante "la disolución de la autoridad, un laxismo que lleva a la ley del más fuerte". "Y en algunos barrios", añade, "la ley del más fuerte es el fundamentalismo musulmán".

El problema de la violencia afloró en octubre cuando se difundieron imágenes de un alumno de 15 años, en una escuela de las afueras de París, apuntando a su profesora con un arma falsa. Las imágenes abrieron un debate sobre la necesidad de poner agentes de policía en los centros educativos. "Ante todo queremos crear un contacto entre los niños y la policía, que los niños se acostumbren a tener una visión positiva de lo que es un policía o un gendarme", dice el ministro. "Mi filosofía consiste en abrir la posibilidad, pero sin generalizarlo como se ha dicho. En ningún caso se trata de militarizarla la escuela o hacerla policial".

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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