“Todas las drogas eran pocas para calmar los daños que me habían causado”
Una víctima de un cura en un seminario de La Bañeza describe el trauma que sufrió por ser acosado sexualmente a los 10 años
Emiliano Álvarez asegura que fue incapaz de soportar “la losa del miedo” que cayó sobre sus hombros cuando, con tan solo diez años, un sacerdote abusó sexualmente de él en el Seminario Menor de San José de La Bañeza (León). El recuerdo de despertarse por la noche mientras un hombre rubio con gafas doradas le quitaba el pijama mientras le apuntaba con una linterna es imborrable. Esa primera experiencia “terrorífica” seguiría repitiéndose durante dos años. El miedo se transformó en trauma. "Cuando me acostaba, tenía alucinaciones. Veía cómo un enano se me subía encima del pecho. Sentía la misma sensación que cuando venían a abusar de mí", cuenta 42 años después a las puertas de la iglesia de su pueblo, Borrenes (León).
Corría el año 1976. Una década después, en el mismo centro, otro sacerdote, José Manuel Ramos, abusó sexualmente de, al menos, cuatro niños. Álvarez asegura que el delito del padre Ramos demuestra que a lo largo de una década ha habido más casos. Según dice, tiene constancia de que 14 de los 50 niños que dormían en aquel dormitorio durante 1976 y 1978 sufrían visitas de otros sacerdotes. “Había noches que [los curas] daban el paseo y se iban. Entonces, sabías que podías dormir tranquilo. Pero cuando se quedaban, te quedabas despierto y te asomabas. Cuando veías la luz en el dormitorio, intentabas contar la cama, para ver a quien le había tocado”, narra.
La presunta víctima cuenta que, además de soportar la vergüenza de “tener que ver” al día siguiente al supuesto abusador, tenía que aguantar los insultos de varios compañeros que sabían lo que estaba pasando. "Me llamaban Emiliana porque creían que era homosexual. Teníamos un compañero que en los vestuarios se tiraba encima de nosotros y hacía que nos violaba. Con el tiempo te das cuenta de que, posiblemente, también habrían abusado de él", opina.
En febrero de 2017, cuando el diario La Opinión de Zamora destapó el caso del padre Ramos —el obispado ocultó a la opinión pública su decisión de apartar al sacerdote de la iglesia donde ejercía por dichos abusos—, Álvarez puso una denuncia en el obispado de Astorga, diócesis a la que pertenece dicho seminario. Aún, dice, espera impaciente la resolución. No le importa dar su nombre y mostrar su cara. No tiene miedo.
Ahora, afirma sentirse recuperado y con ganas de vivir. Llegar ahí no fue fácil. Tras dos años interno, fue expulsado del seminario. Pero el terror de aquellas noches le siguió acompañando: incontinencia nocturna, problemas sexuales, adicciones, prostitución, cárcel. “Empecé a estudiar molinerías con una beca. Me dijeron que era de los mejores. Hasta me ofrecieron un trabajo en Marruecos por un millón de pesetas (6.000 euros). Pero por aquellos años fue cuando se entrometió mi amiga la heroína”, dice. Ahora, Álvarez cuenta que lleva 14 años limpio. “Todas las drogas eran pocas para calmar los daños que me habían causado”, asegura. A las adicciones se le sumaron problemas con la prostitución. Montó con una novia prostituta una casa de citas de relax. El consumo y los problemas siguieron aumentando hasta tal punto de que, por razones de las que prefiere no hablar, pasó un tiempo en la cárcel. A raíz de su estancia en prisión, acudió a terapias y fue entonces cuando comenzó a entender de dónde venía todo: “cuando te pasa una cosa como esa, se te incrusta en el cerebro y no sale”, comenta.
Otra de las secuelas que, hasta hace poco, le ha acompañado ha sido el de no haber tenido una vida sexual normal. “En mis primeras relaciones tenía que emborracharme. Dudaba de cuál era mi identidad sexual”, explica. La primera vez que contó que sufrió abusos fue hace dos años, a su madre. Después de hacerlo, afirma, se siente mejor, aunque añade que es una experiencia que “nunca se puede superar del todo”.
Álvarez comenta que ese miedo estaba presente las 24 horas del día. Tanto por las noches, como por las mañanas, cuando iba a clase y se cruzaba con el supuesto abusador. “En el colegio te pegaban. Era peor que una cárcel”, compara. En una ocasión, comenta, un compañero le dijo que un profesor le llamó para que fuera a su habitación e intentó abusar de él: “Varios compañeros intentamos decírselo al director, Gregorio Rodríguez [hoy fallecido]. Pero no tuvimos valor. Bastante tenía con sobrevivir allí como para pedir auxilio y que luego te humillaran”. La presunta víctima cree que en el seminario de La Bañeza siempre se ha tapado todos estos casos y que la dirección tampoco tomaba medidas. “Con el tiempo, empiezas a unir y piensas que ese cura [Sánchez] tuvo que aprender de alguien. Recuerdo que varias veces lo vi [una de las noches de abusos sexuales] junto a otro que le acompañaba. Lo vi por detrás, pero no le reconocí”, puntualiza
El camastro de Álvarez era el tercero desde la puerta, junto a una ventana. Muchas noches, a finales del séptimo curso, se salía de la cama y se fugaba con otros compañeros a fumar un cigarrillo. “Muchos no fumaban. Con el tiempo te das cuenta de que todos teníamos el mismo miedo y nos escapábamos para que no nos tocasen. Nunca hablamos de esas cosas entre los amigos. Pero todo sabíamos lo que nos hacían por las noches”, relata.
Cuándo se le pregunta si cree que a Sánchez, actual párroco de El Barco de Valdeorras (Ourense) y bajo investigación por la diócesis de Astorga, puede ser absuelto de los delitos que él le acusa, la supuesta víctima dice: “Imposible. Cuando yo denuncié, un hombre de Francia afirmó en los medios que él también sufrió abusos sexuales de Sánchez. No estoy solo”. El párroco de El Barco de Valdeorras se reunió con él el pasado verano y le pidió perdón, aunque Álvarez precisa que no fue explícitamente por los abusos sexuales. Sánchez ha negado en varias ocasiones los hechos.
Para Álvarez, la última resolución del Vaticano contra el padre Ramos por otros abusos que cometió entre 1981 y 1984 en el colegio zamorano de Juan XXIII de Puebla de Sanabria, es una “vergüenza” y una “locura”. Cree que se deberían reparar a las víctimas y a sus familias. “Yo tengo un cáncer, un mieloma múltiple, ¿De qué me sirven 300.000 euros ahora? Esto también ha destrozado a mi familia. Mi padre [enseña un tatuaje en el hombro de una cara] murió preguntándose en qué se había equivocado para ser tan mal padre. Pero él no se equivocó, se equivocaron los curas”, subraya
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