No, Nick, no hemos llegado aún
El experto en nuevas tecnologías Enrique Dans rebate el tecno-escepticismo de Carr. Arguye que habrá que esperar varias generaciones para evaluar el impacto real
Nicholas Carr está entre los pensadores más destacados del momento. En 2011, uno de sus libros, Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras vidas?, fue finalista del Pulitzer, una distinción que señala una trayectoria muy brillante y coherente. En 2009, en la que era la cita obligada de los interesados en tecnología en España y para la que me pidieron que diseñase un programa de conferencias, Nick fue una de mis opciones inmediatas, lo que me dio oportunidad de conocerlo. Anteriormente, en 2003, había rebatido académicamente uno de sus artículos más polémicos, IT doesn't matter (La tecnología no importa), en el que cuestionaba la tecnología como ventaja competitiva.
Nick es profundamente riguroso a la hora de plantear las tesis de sus libros. Sus argumentos, en la órbita del tecno-escepticismo o del tecno-pesimismo, suelen estar profusamente sustentados con ejemplos cercanos, que el lector puede fácilmente hacer suyos, que evocan pensamientos que todos hemos tenido.
Todo directivo se ha planteado en algún momento si su inversión en tecnología contribuía realmente a generar valor. Todo padre ha pensado que sus hijos se estaban volviendo idiotas incapaces de apartar la vista del móvil. O si tanta tecnología no nos lleva a perder algo de nuestra esencia humana cuando permitimos que el software lleve a cabo muchas tareas para las que antes utilizábamos nuestro cerebro. Son argumentos que mencionan incluso los más adictos a la tecnología. “Antes me sabía muchos teléfonos, ahora no recuerdo ni el mío... me estoy volviendo idiota”.
Un mensaje fácilmente inteligible, que coincide con pensamientos que ya hemos tenido como idea espontánea, nos reafirma: “qué listo soy, aquella impresión que yo tenía aparece aquí refrendada con datos por este autor tan importante”. Nos convierte en “embajadores” del libro, convertido en “arma arrojadiza” que usamos para convencer a los que no piensan como nosotros.
Pero si el argumento es sonante, está bien documentado y me convence, no estaría aquí rebatiendo sus tesis, sino cantando sus alabanzas. Y sin embargo, no puedo hacerlo. ¿Por qué? Pues porque, en muchos sentidos, Nick Carr me evoca —dicho sea con el sincero respeto que le tengo— a esos niños pequeños que, en el coche, preguntan incesantemente cada diez kilómetros aquello de “mamá... ¿hemos llegado ya?”.
Me explico: el tecno-escepticismo de Nick renuncia, desde mi punto de vista, a la visión de proceso, una visión que considero absolutamente imprescindible para analizar el efecto de la tecnología. Argumentos como “los conductores que usan GPS se relajan en sus instrucciones y dejan de ver las señales de la carretera” pueden ser válidos, pero toman como base únicamente lo que ocurre en la primera fase del encuentro entre la tecnología GPS y el ser humano que la desarrolló. Tomar las conclusiones de esas primeras generaciones de usuarios como muestra de que existe un problema grave que debería replantear el uso que hacemos de la tecnología me parece peligroso.
Para mí, biólogo en origen, es como si Darwin hubiese intentado formular su teoría de la evolución observando únicamente una generación de pinzones de las Galápagos: no habría visto nada. Los efectos de la tecnología, como los de las mutaciones, se producen a través de múltiples interacciones, de procesos de adopción a partir de numerosas variables, de cambios de versión que solucionan problemas evidenciados en las anteriores.
Hoy creemos que los niños se están volviendo idiotas porque en lugar de estudiar para hacer un ejercicio, simplemente copian y pegan un texto encontrado en la web, sin ningún esfuerzo ni aprendizaje. Pero lo que ocurre en realidad es que estamos juzgando a esos niños por cómo usan una tecnología, cuando les pedimos que solucionen con ella un problema planteado absurdamente. No, el efecto de esa tecnología no se puede medir ahora: solo será justo evaluarlo cuando los métodos con los que les enseñamos, en lugar de buscar el desarrollo de la memoria, se hayan adaptado para desarrollar habilidades como el pensamiento crítico, la validación de información o el contraste de ideas.
Un navegador con diez pestañas abiertas en nuestra pantalla nos puede convertir en seres dispersos y despistados, y perjudicar sensiblemente nuestro trabajo. A mí, en cambio, según dicen los que me rodean, me convierte en una persona hiperproductiva. Pero solo tras pasar por un largo proceso de adaptación, entrenamiento y evolución de mis procesos de trabajo. Mi hija, sin ese navegador, no es capaz de trabajar.
Lo que Nick considera conclusiones finales son, en realidad, lo que ocurre cuando la tecnología empieza a actuar sobre nosotros, antes de que nosotros y el contexto que nos rodea nos hayamos adaptado a ella. El efecto real, además de ser un proceso dinámico, hay que evaluarlo cierto tiempo después. Hacerlo antes no sólo es injusto, sino potencialmente erróneo. Y desde mi punto de vista, peligroso. Nos puede llevar a rechazar cosas con un valor enorme. A intentar impedir la evolución.
No, Nick... no hemos llegado aún. De hecho, nos queda mucho, mucho camino. ;-)
Enrique Dans es profesor de Innovación en IE Business School desde el año 1990.
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