Mamá Rosa “era dura pero no mala”
Los internados de La Gran Familia siguen en el hogar días después de la detención de la fundadora
Zamora, Michoacán, al oeste de México, no es una sino dos ciudades. La detención de Rosa del Carmen Verduzco Verduzco, Mamá Rosa, fundadora del albergue La Gran Familia, en medio de gravísimas acusaciones la ha dividido a la mitad. Una, que defiende a ultranza a esta mujer de unos ochenta años y la califica de benefactora desinteresada de miles de niños de la calle. La otra afirma que La Gran Familia se mantenía gracias a una red de corrupción e intereses y describe a Verduzco como una mujer cruel y dura que maltrató a generaciones enteras, con torturas que hielan la sangre: abusos sexuales, golpes, alimentos podridos, suciedad extrema, manipulación, castigos terribles. Es la historia de dos Mamás Rosa y de un sistema de castas de facto que sobrevive en México. Los hijos de La Gran Familia son algunos de sus intocables.
“Zamora no se entiende sin la labor de Mamá Rosa ni la labor de Mamá Rosa sin Zamora”, reflexiona Ligia García-Béjar, pedagoga, profesora y zamorana. La tercera ciudad de Michoacán es la sede del Colegio de Michoacán, uno de los más prestigiosos en ciencias sociales del país, y una orgullosa, tradicional y muy conservadora sociedad. Mamá Rosa es uno de sus personajes más emblemáticos. El intenso olor que desprendía la propiedad de 2.500 metros cuadrados se explicaba porque — “como no se podía entender de otra manera”— ahí vivían centenares de niños que, al parecer, no quería nadie. Y eso, que “no los quisiera nadie”, es lo que hacía heroica a Mamá Rosa, insisten sus defensores.
Pero los relatos que recuerdan a una Mamá Rosa regordeta, radiante, amiga del pueblo, que pateaba un balón con niños, con la energía de veinte muchachos y que se había hecho madre de tantos cientos es una contradicción frontal al estado actual del albergue. La respuesta quizá yace en el propio paso del tiempo. Asumir que una mujer que podía hacerse cargo de decenas de chicos a los cuarenta, cincuenta años, pueda gestionar por sí sola a más de seiscientos, 30 años después, en su vejez, desafía a la lógica más básica.
Al cruzar la puerta de La Gran Familia se dejan las calles de una ciudad de provincias mexicana para encontrarse una terrible chabola. El fuerte olor a excrementos (los baños rebosan heces y orines) y comida podrida es la bienvenida, pero al mirar el interior pierde toda importancia.
Hay un mural en la primera de las entradas y algunos recuerdos de lo que debieron haber sido tiempos más felices. Un pequeño patio da la bienvenida antes de pasar a otro más, donde hay una cancha de baloncesto, y un salón donde se enseñaba música, el oficio que los niños practicaban y aún practican para los visitantes. Al entrar al patio principal, el tercero, algunos niños, al ver a los extraños, van por sus instrumentos de música y comienzan a tocar vestidos con harapos. La interpretación, impecable, añade un toque surrealista (por si hacía falta) al relato del policía encapuchado que guía el recorrido.
Son tres edificios principales, y están divididos por sexo y edades. La capacidad del albergue se rebasó hace muchos años. No se entiende por qué los múltiples donativos (privados y del Gobierno) no se utilizaron para remodelaciones o extensiones. Unos chicos de no más de 12 años juegan a los naipes en una de las habitaciones, que por sus barrotes parecen más bien celdas, y uno de ellos dice que quiere salir ya y “que lo trataban muy mal”. Uno de los policías afirma, resignado, que controlarlos es una tarea titánica.
En la residencia viven centenares
de niños “que no quería nadie”
Unos pasos más allá está un “cuarto de las embarazadas”, una de las cuatro habitaciones usadas por las niñas que han dado a luz en el albergue y que han criado a sus hijos en el interior. Son ellas las que salen en defensa de Mamá Rosa. “Ella no podía darse cuenta de todo lo que pasaba”. Fátima, una joven con rostro de niña que carga un bebé, afirma que uno de los cuidadores, Enrique Hernández El Cito, abusaba sexualmente de los menores. “Les pedía que le dieran masajes”. Ella misma insiste en que Verduzco “era dura pero no era mala”. Afirman que ahora ninguna de la veintena de chicas está embarazada, salvo una que está recostada al fondo y que no quiere ver a nadie. “Su pareja vive ahí, en los edificios de enfrente, y la pega todos los días”, explica Azucena, otra de las jóvenes mamás. El policía pide que se abandone la habitación minutos después. Fátima se despide y pide: “Mamá Rosa no es la culpable. No podía ya darse cuenta. Ella debe de ir a un asilo”.
Unos metros enfrente de la habitación de las niñas-mamá y al lado del sitio que funcionaba como comedor está una habitación de dos metros cuadrados que muchos niños llaman El Pinocho. El mote se debe a que en uno de sus pequeños muros está pintada la marioneta italiana. Ahí llevaban a “quien se portaba mal”, y mantenían a menores cautivos por horas o días, sin alimento. Eran los propios chicos los que les pasaban algún mendrugo, detallan al menos tres de ellos.
La música, que por tanto tiempo se había convertido en un símbolo de la transformación que Mamá Rosa convertía a pequeños parias en posibles artistas, universitarios e intelectuales (muchos de ellos, que estudiaron al menos hace 20 años, lo consiguieron), ahora se ha convertido en el sonido que acompaña un escenario desgraciado. “Solo nos daban ropa limpia cuando íbamos a tocar música, pero en cuanto llegábamos nos quitaban todo. Mira nuestras habitaciones, no hay ningún sitio donde guardar nada. No tenemos nada”, afirma una niña. Por ello tocaban instrumentos cuando entraron los reporteros. Incluso, cuando entró la Policía y el Ejército, algunos de los encerrados tocaban sus violines.
El asunto por el que se intentó detener a Verduzco fue el procedimiento legal por el que se hacía cargo de los niños: un acta notarial en la que los padres renunciaban a los derechos sobre sus hijos hasta la mayoría de edad. Este periódico tuvo acceso a uno de esos documentos. “Yo, Wendy Alejandra Hernández Tejeda, dejo internado a mi hijo para que estudie y porque es muy contestón, callejero y rebelde”, reza el papel, con un sello notarial, fechado el 2 de mayo de 2011. En México la potestad solo la decide un juez.
Tres años después, Wendy Hernández, de 33 años, espera afuera del albergue para ver a su hijo, de 16. “Fue mi última opción”, relata acompañada de su otro hijo, un pequeño de unos ocho años de ojos grandes. “Pero comenzó a amenazar con pegarme. Me decía que quería ser narco, que quería ser un matón”. Explica que eligió el albergue de La Gran Familia porque un primo suyo había estado ahí hacía unos años. “Y sí, le pegaban, pero no era para tanto”, afirma.
Cuenta que intentó sacarlo en cuanto se percató de las condiciones en que vivía el joven. “Solo me permitían verlo dos veces al año, y siempre con vigilancia. Cuando pedí que me lo devolvieran, me dijeron que había firmado ese documento y ella misma me respondió: ‘¿Crees que te lo voy a devolver? ¿Después de todo lo que he invertido en él?”, relata serena.
Los pequeños recibieron a los policías tocando música
A María del Refugio Rodríguez, en Zamora, todos la conocen por Cuca Zetina. Conoció a Mamá Rosa desde que las dos eran unas jóvenes. Catequista, miembro de Cáritas y trabajadora social en la diócesis de Zamora, Cuca Zetina fue también profesora en el albergue hasta los años noventa. “Estoy horrorizada. Hay miles de niños que han salido adelante por ella”. Está convencida de que, sin Mamá Rosa, los niños que antes se hospedaban en el albergue ahora “se convertirán en delincuentes”.
En un restaurante de carnes argentinas a unos pasos del albergue, los empresarios y políticos zamoranos concurren y defienden a Verduzco. La mayoría mira a las cámaras con silente antipatía. Un hombre de corbata la rompe cuando masculla un “no cuenten mentiras” mientras las teles del sitio transmiten un reportaje que difunde las imágenes del albergue, rebosante en una miseria que parece más propia de la India que del sitio que está a unos metros de donde está sentado. “Una cosa es ser dura y otra es ser mala. Y Mamá Rosa se tuvo que hacer dura en el camino”, dice José García Velázquez, presidente de la Cámara de Comercio de Zamora. “No estamos hablando de una persona que conocí el año pasado. Cada año ella deja salir 50 niños. Es decir, que en 50 años ha dejado salir a 3.000 niños criados por ella”. Un joven, alto y rubio, se acerca. “A ver, ustedes que estuvieron ahí. ¿Eso es así? ¿Y qué hacía con las donaciones?”.
En el interior de La Gran Familia hay un terreno baldío en el que se levanta una bodega. En su interior hay cajas y cajas de cuadernos de una marca mexicana que dejó de existir hace más de 10 años, un equipo entero de purificación de agua donado por una empresa británica que acumula polvo y ropa pulcramente doblada que no se ha desdoblado en mucho tiempo.
El obispo de Zamora, Javier Navarro, afirma que “nunca ha puesto un pie” en el interior de La Gran Familia pero subraya que Mamá Rosa cumplía una función que pertenecía al Gobierno mexicano. “¿Dónde está el albergue que depende del Estado? Yo no lo encuentro porque aquí solo hay dos. Al que ahora ha entrado la policía, y el de las carmelitas. La ley dice que la educación es para todos, pero eso no ha llegado aquí”.
En La Gran Familia, en las habitaciones donde están los más pequeños, grupos de chicos de siete y ocho años se reúnen rápidamente frente a cada uno de los visitantes. Cargan flautas, y trompetas, como si el instrumento de música fuera el sinónimo de bienvenida. Ahí está un chico de ocho años, moreno, que viste una camiseta azul y tiene la piel llena de cicatrices. Dice que se llama Beto. Propone: “Que los niños que tengan papás se vayan con ellos y que a los que no tengamos nos lleven a otro albergue”. El Gobierno mexicano sacó, la noche del viernes, a unos 40 niños para llevarlos a otras ciudades. A otros albergues.
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