“La Iglesia execraba la curiosidad tanto como el cotilleo”
Este editor de la revista ‘Nature’ dice que no hay garantías de entender el mundo
¿Por qué la curiosidad se considera un don y la cotillería una lacra? Más aún, ¿por qué tenemos dos palabras para esas dos cosas que significan algo tan parecido? ¿No es investigar, después de todo, un eufemismo de fisgar, de espiar o de meter las narices donde a uno no le llaman? Un científico dirá que la curiosidad es el motor de la ciencia, y no mentirá, pero si lo hubiera dicho en el siglo XVI lo más probable es que se hubiera metido en un buen lío. Como químico, investigador, periodista científico, editor de la revista Nature y autor de seis libros de divulgación, Philip Ball puede aspirar al título de la persona más curiosa del mundo. Pero, curiosamente, no da por hecho que eso sea algo bueno. Y en su última obra, Curiosidad; por qué todo nos interesa, recién editada en español por Turner Noema, muestra con lujo erudito que no siempre fue así.
“Cualquiera que tenga hijos, como yo mismo, sabe que la curiosidad no es una rareza de los científicos o de un pequeño grupo de gente”, dice sorbiendo su café con una mano y frotándose con la otra su flamante pierna rota. “Es fácil pensar que interesarnos por el entorno ha sido para nuestra especie una necesidad evolutiva, pero basta mirar a la historia para percibir que la cuestión es mucho más complicada, porque desde la Grecia clásica hasta la Edad Media la curiosidad estuvo muy mal considerada, y la Iglesia la execraba tanto como el cotilleo; en mi libro argumento que no fue hasta finales del XVI cuando la curiosidad empezó a prestigiarse”.
Ball estaba a punto de venir a Madrid para presentar su libro cuando, hace un par de semanas, se rompió la pierna derecha jugando al fútbol en algún campo de su Londres natal. Ahora lleva una de esas escayolas modernas y maneja con soltura sus dos muletas para desplazarse ligero hasta donde le dice el fotógrafo, que siempre es el que manda en estas situaciones. Ha cumplido 51 años, y su cara de resignación presagia que va a tener que abandonar su deporte favorito y dedicar más horas a navegar por la Red.
“Internet lo ha cambiado todo, y también la práctica de la curiosidad, pero se requiere alguna guía para saber qué pequeña parte de todo ese marasmo de información es fiable”. Opina que, en buena medida, este es exactamente el mismo problema al que se enfrentaban los científicos en el siglo XVII, saber si debían fiarse o no de un informe extraño sobre un acontecimiento maravilloso en los cielos o una bestia feroz con un solo ojo, siete patas y afiladas fauces. “Los académicos tenemos herramientas para filtrar la información fiable, pero para la mayor parte del público este es un problema muy considerable”.
¿Por qué el universo es comprensible?, le pregunto parafraseando a Einstein, y responde: “Realmente no sabemos si lo es. Los científicos nos asombramos continuamente de que podamos entender las cosas, los fenómenos del mundo, y la ciencia prosigue su investigación en la suposición de que seguirá siendo así. Pero, cuando uno piensa en las cuestiones más profundas de nuestro tiempo, como el hecho de que la inmensa mayoría del universo esté constituido por la enigmática materia oscura y la aún más misteriosa energía oscura, debemos admitir que no tenemos la menor garantía de poder entender el cosmos en el futuro”. De ser así, la curiosidad podría verse relegada de nuevo al irritante estatus de fisgonería.
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