Alambradas para Koum
Hay que repensar las políticas que convierten este mundo en un mosaico de fortalezas
A medida que la globalización se convierte en el denominador común del mundo empresarial, que los medios de transporte fulminan distancias y los de comunicación conectan al mundo, las fronteras nacionales cierran sus puertas para aquellos que pretenden establecerse en un lugar ajeno. Que se mueva el dinero, que acorten distancias los aviones, que circulen los datos y los mensajes, pero que nadie ose huir del lugar donde nació. El hambre, la miseria y la guerra no son excusas válidas; más bien la carta que acredita al apestado; o sea, al inmigrante.
Europa instala alambradas infranqueables, disuade a los que llegan con bolas de goma, dicta leyes para evitar el auxilio de los náufragos que pretenden desembarcar o levanta campamentos de reglamento carcelario para mantenerlos a buen recaudo. Pero la rica y acomodada Europa no es la única que impone barreras. Este es un fenómeno global que circula, él sí, en todas direcciones y que se va asentando en todos los rincones del mundo. En realidad, el ritmo con el que se abraza el sistema es directamente proporcional al ritmo de crecimiento económico de un país. El último capítulo de este sinsentido es el bloqueo suizo a los ciudadanos de la Unión Europea, lo que ha motivado la reacción ofendida de la Comisión.
Muchos analistas señalan que la pluralidad social, el mestizaje y la inmigración en general es una riqueza para el país de destino. Y, de vez en cuando, la teoría se hace realidad con nombres y apellidos. Ahí está Jan Koum, nacido en Ucrania y emigrado a Estados Unidos que a los pocos años inventó WhatsApp con su amigo americano Brian Acton. Facebook acaba de comprar su empresa por 19.000 millones de dólares y Koum quiso suscribir el acuerdo en la misma oficina en la que recogía los cupones para conseguir productos básicos subvencionados. Estados Unidos siempre se ha beneficiado de las grandes migraciones y de su capacidad de integrar a todos, pero también ahora, con Barack Obama, ha endurecido su política migratoria y se niega, por ejemplo, a facilitar la vida a los 11 millones de inmigrantes sin papeles que viven allí.
Conocemos las trágicas consecuencias de este cierre de fronteras al que estamos entregados. Pero seguimos empecinados en rechazar al extranjero por el miedo profundo a invasiones nunca cumplidas. Cuando la UE se amplió de 15 a 25 países en 2004, los ricos temblaron. Impusieron periodos transitorios a la libre circulación de personas, pero cuando esos plazos acabaron no llegó la hecatombe.
Hay que cooperar más con los países pobres y admitir a los que huyen de los conflictos armados, pero también repensar unas políticas que están convirtiendo a este mundo en un mosaico de fortalezas inexpugnables para gente proscrita que jamás cometió un solo crimen; salvo el de buscar una vida mejor. Nuestros beneficios sociales —ahora lo sabemos más que nunca— no son ilimitados y por eso rechazamos a los que llaman a la puerta. Pero nuestras políticas de inmigración, por el dolor que producen, son impropias de países que dicen defender los derechos humanos y quizá se aplican con criterios clasistas y poco rigurosos.
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