“Está en la sangre de los judíos ser extranjeros”
El escritor israelí es “adicto al zumbido eterno” que se escucha en su país

La gloria y la perdición de Israel están en la obra de David Grossman. Este escritor, laureado con premios y éxitos de ventas en todo el mundo, ha glosado los grandes sacrificios y gestas de Israel como nación. También ha advertido en sus novelas de los graves riesgos de un país que ha sido incapaz de poner fin a casi cinco décadas de ocupación en Palestina. Si Israel quiere escuchar la voz de una conciencia, no debe buscar más allá de Mevaseret Zion, una pequeña localidad a las afueras de Jerusalén en la que Grossman tiene un pequeño estudio en el campo, en el que escribe a diario durante al menos seis horas.
Grossman nació seis años después del Estado de Israel. Hoy es uno de los titanes de la literatura en un idioma, el hebreo, que hace un siglo era una reliquia religiosa y que el periodista Eliezer ben Yehuda rescató de los libros sagrados durante los años seminales del sionismo, para convertirlo en una lengua viva que emplean más de siete millones de personas. “Me encanta la idea de que si el patriarca Abraham viniera y se sentara con mi familia a cenar un día, entendería al menos la mitad de nuestra conversación”, sonríe.
Para el encuentro, el escritor ha elegido un restaurante normalmente desierto en Mishkenot Shananim, el primer barrio judío construido extramuros en Jerusalén. Esta tarde, sin embargo, es difícil escucharle, por las elevadas voces de los comensales. A veces es imposible encontrar silencio en Israel. Es un país en el que las emociones y opiniones se expresan en voz alta y donde no cabe la circunspección.
Mishkenot Shananim. Jerusalén
- Dos cafés: 28 shékels .
- Agua con gas: 12.
Total: 40 shékels (8,50 euros).
“Este país es un lugar pequeño en el que la gente es ambiciosa, intensa y emotiva. Hay un zumbido eterno al que soy adicto”, dice. “Cuando viajo al extranjero disfruto del silencio unos días y luego echo de menos el ruido, la calidez, la cercanía de la gente, que a veces puede ser agresiva, pero inmediatamente, si la necesitas, se detiene y te ayuda”. Por eso, de las muchas invitaciones que cada año recibe para trabajar permanentemente en el extranjero, Grossman no acepta ninguna. “Antes de Israel, 80 generaciones de judíos fueron extranjeros. Está en nuestra sangre ser extranjeros. Yo, por casualidad, he nacido en un tiempo en el que Israel existe y es aquí donde quiero vivir mi vida”.
Y nada menos que su obra y su vida le ha dedicado Grossman a Israel. Y su patria le ha exigido lo más preciado: Uri, su hijo, murió en 2006 a los 20 años en la última guerra con Líbano. Justo entonces el autor estaba trabajando en una novela, La vida entera, en la que una madre se negaba a recibir la noticia de la muerte de su hijo. Cuando recuerda su pérdida, la tristeza emerge en su semblante, pero no hay rastro de rabia u odio. “Hay mucha gente en Israel que vive en este constante miedo de que esto le pueda suceder, es algo dominante en todo el país”, dice.
El amor a su patria le hace al escritor ser extremadamente crítico con las decisiones políticas del actual Gobierno de Israel. “La ocupación es nuestro principal problema”, asegura. “No tener paz con nuestros vecinos es un grave riesgo existencial para nosotros”, añade. Define la expansión de los asentamientos como un largo envenenamiento: “Es imposible que una ocupación de casi 50 años no tenga un efecto venenoso sobre nuestros órganos internos como sociedad”. Lo dice con el aire de un médico que trae malas noticias, pero que debe darlas para poder salvar a su paciente.
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