“Me pregunto si quien hace la guerra siente dolor”
Esta empleada de ACNUR atiende en Líbano a niños sirios huidos de la guerra
Ha visitado más de 30 países y en media docena de ellos ha vivido durante largas temporadas. Carolina Mateos (Úbeda, 1976) se define viajera y afirma con orgullo que ha trabajado en cuatro continentes. Su otra pasión, además de conocer el mundo, es ayudar a la gente. Y a eso se dedica desde 2001. Empezó como especialista voluntaria y ahora es oficial de protección de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR).
“Siempre quise dedicarme a lo humanitario, por eso me especialicé en Derecho Internacional. Soy una privilegiada”, dice. Una afirmación que intercala con el relato de su experiencia en su primer destino, cuando tenía 24 años: la República Democrática del Congo. Allí había más de 200.000 refugiados procedentes de Sudán repartidos en cuatro campos. Recuerda la dureza de los viajes de ocho horas por carreteras muy malas para ir de uno a otro. “Al principio pensaba: ¿qué hago yo aquí? Había días que nos alojábamos en un monasterio, sin luz eléctrica, solo tenía una vela. Y me tenía que duchar en medio del campo con un cubo de agua”, explica.
Esa fue su manera de ponerse a prueba. “Si no lo hubiera soportado, habría vuelto a Madrid a un bufete”, apunta mientras alterna sorbos de café y zumo en El Diurno, un local a unos metros de su piso en el barrio madrileño de Chueca, donde apenas pasa unos días al año. “Es mi base”, dice. Mateos superó su propia prueba. Después de seis años en el país africano, no ha dejado de ir allí donde hay refugiados. “Lo pido. Donde hay una emergencia, uno se siente más útil”. Así, ha estado en México tres años, uno en Colombia, otro en Ecuador, unos meses en Haití tras el terremoto de 2010, también Myanmar y ahora, desde marzo, en Líbano, donde están llegando miles de sirios que huyen de la guerra en su país.
Café Diurno. Madrid
Dos cafés con leche: 2,80 euros.
Zumo de naranja: 1,90.
Total: 4,70 euros.
“Están integrados dentro de las ciudades, viven en edificios abandonados, en garajes o en la calle; muchos son explotados laboralmente a cambio de comida”, describe la situación. En ese momento, saca su móvil del bolso y muestra unas fotos tomadas durante el Día del Refugiado el pasado 20 de junio. Son dibujos hechos por niños sirios refugiados en Trípoli. Mateos repite las explicaciones de los pequeños sobre sus garabatos con ceras de colores. “En la casa de mi abuela, porque allí no hay tiroteos”. Desliza el dedo y pasa a la siguiente foto: “La bandera de mi país y un niño llorando porque han bombardeado su casa”. “Te lo contaban normal, sin llorar, porque es parte de su vida. Me impactó”, reconoce.
Pero Mateos tampoco titubea. Ni siquiera cuando recuerda cómo estalló una bomba al lado de su oficina en Trípoli (Líbano) que mató a 27 personas. Con su trabajo ha sufrido —“al principio me preguntaba cómo puede ser tan cruel el ser humano”—, pero también ha aprendido a separarlo de su vida personal. “Si me bloqueo, no puedo ayudar”, apunta.
Mientras narra la vida del grupo étnico rohingya en los campos de desplazados en Myanmar (la antigua Birmania) —“están en condiciones infrahumanas, sin poder moverse o salir a pescar, que es su modo de subsistencia”—, Mateos afirma que por sus ojos no han pasado escenas “excesivamente dramáticas”, como sí las han vivido aquellos a quienes atiende. “Las consecuencias de una guerra son nefastas, sobre todo para los niños. Me gustaría saber si los que ordenan los ataques, los que hacen la guerra, sienten el dolor que causan o lo ven como si fuera una película”.
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