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Solo el 5% de los avances en investigación animal llega a humanos 10 años después

El sesgo en los ensayos preclínicos genera falsas expectativas

A los ratones de laboratorio se les ha curado casi todo.
A los ratones de laboratorio se les ha curado casi todo. ap

Si fuéramos ratones de laboratorio, seríamos casi inmortales. La cantidad de avances, descubrimientos y puertas que se abren a tratamientos para todo tipo de enfermedades en los ensayos en roedores y que se publican en las revistas científicas (y que recogemos los medios generalistas) es tal que parecería que en 10 años los humanos solo vamos a morir de aburrimiento. No es que esos trabajos preclínicos no sean necesarios, pero algo falla cuando, según un metanálisis que publica PLOS (Public Library of Science) solo un 5% de los “grandes descubrimientos” se ha materializado en algo práctico para las personas 10 años después. Bajando las expectativas, solo el 11% de los “agentes” (moléculas, posibles fármacos) que entran en el proceso son finalmente comercializadas.

La primera causa de este desequilibrio es biológica: los humanos no son ratones. Aunque nuestro origen evolutivo común hace que compartamos el trazo grueso en la mayoría de las funciones, el trazo fino evolutivo varía. Sobre todo en cuestiones neurológicas e inmunológicas, por ejemplo, hay grandes diferencias.

Pero el sesgo tiene otras causas. Y la primera es el lógico interés del científico que ha dedicado años a un trabajo en que este dé resultado. Por ejemplo, en otra revisión publicada en la misma revista se calcula que de 4.000 ensayos para enfermedades neurológicas, el 40% dieron resultados estadísticamente significativos. “Unos datos demasiado buenos para ser verdad”, dice en Nature John Ioannidis, profesor de la Universidad Stanford de California.

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El asunto no deja de tener consecuencias: animados por unos resultados inflados se pueden invertir millones y años en tratamientos que un análisis detallado del trabajo podría evitar. Y ello sin contar con la necesaria participación inútil de voluntarios y las expectativas creadas a los enfermos.

El tema lleva a lo que se ha convertido en una petición unánime de estudiosos de la investigación científica, pero de difícil encaje: que los ensayos negativos se publiquen igual que los positivos. Pero eso, incluso periodísticamente, es casi un imposible. Salvo cuando se trata de desmentir algo que se ha extendido (muchos supuestos beneficios de algunas dietas, por ejemplo), eso llevaría a un acúmulo de noticias sin sentido. Exagerando –repetimos, exagerando-, nadie leería un artículo que demuestre que los antihipertensivos no mejoran la curación de una prótesis de cadera o que comer huevo todos los días no es bueno para el esmalte dental, por ejemplo. Solo los IgNobel (los premios a las investigaciones más absurdas) se beneficiarían de algo así.

La solución ya esbozada es que, aunque a las revistas vayan solo los resultados buenos, haya bases de datos de libre acceso, como la estadounidense clinicaltrials.gov, donde se puedan consultar todos los ensayos, independientemente de sus resultados. Incluso el Ministerio de Sanidad español ha anunciado que elaborará un registro igual.

Y para el resto de la población, solo recordar lo que se dice cada vez que se publica un trabajo de un avance científico en animales: se trata de algo preliminar que tardará unos 10 años en llegar a los hospitales. Si es que llega.

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