La ciencia como principio, medio y fin: una petición al Ministro de Hacienda
Todos los directores de los Centros e Institutos del CSIC hemos sido conminados a reducir la actividad de los mismos al mínimo
Probablemente las dos actividades humanas que más contribuyen al progreso de la especie son la ciencia, entendida como búsqueda del conocimiento en su más amplio sentido, y la ética, entendida como conjunto de valores morales prevalentes que promueven la justicia, la felicidad y el bienestar sociales. La lectura de los titulares de cualquier periódico de casi cualquier día en los últimos meses permite constatar que la salud de estas actividades en España se encuentra quebrantada. Sin un cambio profundo que implique mejoría en este curso clínico resultará muy difícil conseguir un proyecto de país ilusionante.
De la misma manera que el conocimiento científico no es nunca, por su propia naturaleza, totalmente absoluto o totalmente preciso, tampoco hay una única aproximación ética a cualquier dilema moral o problema social. Fruto de ello es la diversidad de normativas y legislaciones existentes en el mundo y de posiciones morales a veces antagónicas ante los mismos hechos. Si bien la ciencia y la ética progresan de manera muy distinta, la primera por construcción de modelos, en muchos casos susceptibles de confirmación o refutación experimental o metaanalítica, la segunda por reflexiones fundamentalmente teóricas y aplicaciones prácticas más o menos consensuadas en las sociedades democráticas, la ciencia y su necesidad pueden mirarse a través de un prisma ético mediante al menos tres grandes ángulos de visión.
El primero sería el de la ciencia como principio. Hay que hacer ciencia porque sí, de la misma manera que la aproximación racional de Kant a la ética es la del imperativo categórico universal que promueve una posición de principio, según la cual la mejor opción debe elegirse por su valor intrínseco motivacional y no sólo por las consecuencias que conlleve. El conocimiento no tiene desde este ángulo un valor utilitario, es un bien en sí mismo porque nos hace mejores, independientemente de su posible aplicación. Muchos científicos hemos sido educados en este principio y aunque reconozcamos la importancia de otras visiones que se comentan a continuación es el ámbito, creo que legítimo, donde nos sentimos más confortables.
Una segunda posibilidad es la de hacer ciencia, y cuando escribo hacer quiero decir también invertir como país, porque genera riqueza, puestos de trabajo y en definitiva poder y preeminencia internacional. Este argumento es el que se ha empleado con más frecuencia en muchos artículos brillantes y bien documentados escritos por científicos/as españoles, algunos aparecidos en este periódico en el último año. Es un argumento directamente dirigido al mercado y plenamente válido. La sociedad de mercado, llena de luces y sombras, es una forma de organización de momento incuestionable a la altura evolutiva en la que nos encontramos. El mercado genera a la vez progreso e injusticia, de ahí la necesidad de ponerle límites morales (Michael Sandel). Su aproximación es una mezcla de utilitarismo (recordemos por ejemplo a Jeremy Bentham y Stuart Mill) y libertarismo (John Locke o Robert Nozick). El utilitarismo promueve el principio de máxima felicidad para el mayor número, con el consiguiente posible atropello de minorías. El libertarismo defiende la libertad individual a ultranza y en esta tesis se sustenta mucho de lo defendido por los dietistas del Estado, al que ven siempre con sobrepeso mórbido. Adam Smith, adalid del capitalismo mercantil, quien nos enseñó la diferencia entre valor de uso-capacidad intrínseca de un objeto para lograr un fin- y valor de cambio-materialización en mercancía-probablemente coincidiría en que la ciencia tiene valor de uso y puede generar valor de cambio.
Un posible tercer ángulo y último que quiero hoy comentar es el de la ética consecuencialista como fundamento para hacer ciencia. Según esta aproximación es la relación entre la acción y la consecuencia lo que determina la bondad de un acto y, a diferencia de Kant, no pone el énfasis en la buena intención sino en las consecuencias derivadas de la acción. La acción de hacer ciencia promueve con frecuencia consecuencias positivas para nuestra especie y el campo de la biomedicina resulta paradigmático en este sentido (estos días conocíamos por ejemplo los primeros éxitos serios de la terapia génica). A veces la actividad científica ha tenido finalidad destructora pero hay que distinguir siempre entre lo que es la ciencia en sí y los que la hacemos o aplican, sujetos al mismo grado de imperfección moral que el resto de las profesiones. Aprovecho aquí para pedir disculpas anticipadas a los profesionales de la filosofía moral por el esquematismo reduccionista de mis comentarios y definiciones y para reivindicar mi visión de que ciencia y ética deben transcurrir como dos aguas de un mismo río.
Aunque me temo que nuestras opiniones sobre prioridades de inversión sean discrepantes, quiero dedicar este artículo al Sr.Ministro de Hacienda, D. Cristóbal Montoro, a quien por otra parte debo todo el respeto institucional que merece su puesto en un gobierno designado tras unas elecciones libres. En esta dedicatoria cabe una petición firme. Como sabe, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), nuestra institución de ciencia y conocimiento por antonomasia, está de triste actualidad por un puñado de euros. Nuestro Presidente, Emilio Lora-Tamayo, ha comunicado a la sociedad la absoluta necesidad de superar la grave crisis económica que atraviesa y del riesgo serio de debacle si no se cubre durante este año un déficit de 100 millones de euros, de los cuales 25 millones han sido ya inyectados y 50 apalabrados por la Secretaría de Estado de Investigación, Desarrollo e Innovación, de cuyo compromiso no tengo dudas. El Sr. Ministro sabe, mucho mejor que yo, que estos son “peanuts”, es decir minucias para cualquier país que crea mínimamente en sí mismo. Todos los directores de los Centros e Institutos del CSIC hemos sido conminados –necesidad obliga– a reducir la actividad de los mismos al mínimo y a poner a disposición de la organización central los remanentes que hubiera disponibles, en espera de “aprobar” en septiembre.
Y ahora mi petición, inseparable de la dedicatoria: como decía un anuncio-campaña de la DGT de hace ya unos años, encaminado a concienciar a los jóvenes del riesgo de conducir tras haber ingerido bebidas alcohólicas (el anuncio no me convencía mucho intelectual y formalmente pero su intención era excelente y sus consecuencias fueron muy positivas y por tanto se puede considerar éticamente intachable), elija su razón para dotar de viabilidad al CSIC y sobre todo para invertir en ciencia. Yo le he intentado proporcionar tres desde distintas aproximaciones éticas. Seguro que si busca en los flecos y dobladillos de los presupuestos y hurga entre los agujeros del fraude fiscal que parece decidido a combatir, encontrará muchas más y de paso algunos euros que puede destinar a esta partida, donde tanto nos jugamos como país.
Santiago Lamas es director del Centro Mixto CSIC-UAM de Biología Molecular “Severo Ochoa”.
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