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Partidos en crisis, democracia en apuros

El desapego al sistema político surgido en la Transición está derivando en un desgaste institucional que exige grandes cambios

Milagros Pérez Oliva
Protesta pacífica frente al Congreso de los Diputados, en octubre de 2012, para expresar el descontento de los ciudadanos con sus representantes.
Protesta pacífica frente al Congreso de los Diputados, en octubre de 2012, para expresar el descontento de los ciudadanos con sus representantes.Samuel Sánchez (EL PAÍS)

España se está adentrando en una crisis institucional y política de imprevisibles consecuencias, cuya expresión más visible es la caída de la valoración de los políticos entre los ciudadanos y la pérdida acelerada de apoyo por parte de las fuerzas políticas hasta ahora mayoritarias. Los partidos políticos están en el epicentro de la tormenta, pero sus efectos alcanzan también a las instituciones que gobiernan. Este es el diagnóstico que comparten la veintena de ponentes que han participado en unas jornadas organizadas en Zaragoza por la Fundación Manuel Giménez Abad con la colaboración de la Konrad Adenauer Stiftung, y en un ciclo organizado en el foro L'Hospitalet Espai de Debat.

 ¿Cómo se ha llegado a esta situación?

Las encuestas alertaron hace ya algún tiempo sobre la creciente desafección ciudadana hacia el sistema político. Pasearse por las encuestas es adentrarse en un clima de opinión depresivo. Pocos ciudadanos confían en que los políticos resolverán los graves problemas del país. Más bien los consideran el problema. Así, según datos del Eurobarómetro, el 90% de los españoles desconfía de los partidos y el 70% se muestra insatisfecho con la democracia. Y la tendencia, según confirman las encuestas del CIS y otros sondeos, es a peor. “La desafección ha pasado a ser, directamente, desconfianza, cuando no hostilidad”, advierte José Pablo Ferrándiz, vicepresidente de la empresa de sondeos Metroscopia.

España ha pasado de la euforia a la depresión en apenas cuatro años

Resulta sorprendente la enorme distancia que hay entre los deseos de los encuestados y la realidad. Ferrándiz aporta datos interesantes: cuando se pregunta a los ciudadanos qué tipo de políticos creen que son necesarios, estos no se inclinan por un político de perfil gestor, atento a la demoscopia y presto a cambiar de posición según las circunstancias, sino políticos de fuerte personalidad, con ideas propias y capaces de ofrecer y llevar a cabo un proyecto claro. Y lo que se encuentra, con mucha frecuencia, es un tipo de político que hace lo contrario de lo prometido y recurre a los más osados eufemismos para enmascararlo.

Llevamos cinco años de crisis y, por mucho que se mire, no se ve luz alguna al final del túnel. Ante esta evidencia, los ciudadanos piden un pacto nacional para afrontar la crisis (86%) pero no lo creen posible (76%) por la incapacidad de los políticos para anteponer el bien común a los intereses partidistas. Es sintomático que un 55% de los encuestados considere que con los actuales políticos no hubiera sido posible la Transición, porque no hubieran sido capaces de pactar. “Lo que predomina es una cultura política cerrada y fuertemente partidista, en la que la negociación y el diálogo son vistos como un signo de debilidad”, concluye Ferrándiz.

“Al igual que ha ocurrido con la crisis económica, ha estallado una catástrofe política, y nadie sabía nada”, dice el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, Javier Pérez Royo. “Lo más grave es que la sociedad española y su sistema político ya no se comunican. Lo han hecho durante mucho tiempo, pero ahora la ciudadanía no reconoce autoridad a su sistema político, y eso impide movilizar las energías necesarias para superar la crisis”. La caída de la intención de voto al PSOE y al PP se interpreta como una crisis del bipartidismo, pero para Pérez Royo lo que está en cuestión no son unas determinadas siglas, sino todo el sistema de partidos. “La crisis de un partido no es importante. Podría incluso desaparecer y no ocurriría nada. Desapareció la UCD, que era el partido de la Transición, y el sistema de recompuso fácilmente”, recuerda. “El problema es que, al ser los partidos los gestores del sistema político, su descrédito tiene efectos devastadores sobre las instituciones que gobiernan”.

La gente ya no quiere un cambio por alternancia sino por alternativa

Francisco Rubio Llorente, expresidente del Consejo de Estado, coloca también a los partidos políticos en el epicentro de la crisis institucional. “Sin ellos la democracia no es posible, pero tal como funcionan, tampoco es una democracia de calidad”, sostiene. El problema es que tienden a convertirse en empresas que actúan con la finalidad de alcanzar el Gobierno, en principio, para hacer valer su idea del bien común, pero inevitablemente, mantenerse en el poder pasa a ser la principal finalidad. Esa es la razón por la que, según Rubio Llorente, los partidos son vistos como “organizaciones cerradas en sí mismas únicamente interesadas en el poder”. Otro factor que deteriora su imagen es la dilución de los principios programáticos: “Como de lo que se trata es de conseguir el máximo número de votos, los grandes partidos se parecen cada vez más entre ellos, lo que acentúa la idea de que su único motor es lograr el poder. Y precisamente porque operan como estructuras empresariales, tienden a organizarse de forma jerárquica, con una cúpula dirigente muy reducida”, explica. El sistema político español funciona según una cadena de sumisiones que hace que el diputado esté sometido al grupo parlamentario, este a la cúpula del partido, y la cúpula, al secretario general. De manera que apenas hay debate y el que se mueve no sale en las listas.

La crisis del bipartidismo que reflejan las encuestas implica, en opinión del consultor político Antoni Gutiérrez-Rubí, “que la gente ya no confía, como hasta ahora, en un cambio por alternancia, sino que quiere un cambio por alternativa”. En el sistema bipartidista, a veces más que ganar las elecciones un partido, lo que ocurre es que lo pierde el que gobierna. La alternancia se produce por desgaste del adversario, de manera que el partido que está en la oposición sabe que, en el peor de los casos, solo tiene que esperar. En realidad, la alternancia no implica grandes cambios. La crisis ha puesto de manifiesto que los dos grandes partidos forman parte de una misma opción, con algunas variantes.

Este desplome de la confianza política, ¿tiene que ver con la incapacidad para gestionar la crisis? Walter Bernecker, catedrático de Estudios Internacionales de la Universidad de Erlangen-Nürnberg, cita la situación económica como la primera causa, pero en el desgaste que sufre el sistema político español también incluye la corrupción rampante, el descrédito de instituciones clave como la Monarquía y la “cuestión catalana” que, en su opinión, es “la crisis más grave que a corto plazo afronta España”.

Los ciudadanos prefieren políticos con ideas propias y un proyecto claro

Bernecker observa un paralelismo claro entre la rápida erosión del aprecio por el sistema político y el deterioro de la situación económica. Confiesa haberse quedado atónito al comprobar cómo en apenas cuatro años España ha pasado de ser el país más prometedor y próspero de Europa al más deprimido. De la euforia a la melancolía en apenas un suspiro. Roto el espejismo del milagro económico español, todo ha resultado ser muy endeble: “Hemos visto, por ejemplo, un mercado laboral anquilosado, pero también la ausencia de una clase empresarial verdaderamente emprendedora”.

Para Bernecker, el desgaste del PP y del PSOE apunta a un nuevo panorama político muy fragmentado, que de confirmarse, situaría a España al borde de un cambio de modelo o a una vuelta al inicio de la Transición. ¿Por qué en España no existe una cultura de coalición?, se pregunta. Por el ensimismamiento y la arrogancia de los propios partidos, “que han llegado a provocar el desapego incluso de sus propios simpatizantes”, responde. “El PSOE tiene un 87% de desafección entre sus propios electores, algo inaudito. No es una crisis política, sino una crisis de la política”, precisa.

Una crisis de la política en la que está en juego la calidad de la democracia, según advierte Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid. “Porque las instituciones también pueden morir si se vuelven vacías, si les falta el vigor de la ciudadanía”. No hay duda de que ahora mismo están anémicas. Por ejemplo, solo un 9% de los españoles confía en el Parlamento. No es un consuelo que en Italia sean aún menos, el 7%. Vallespín recuerda que, en el año 2007, España figuraba en el puesto 15 en un ranking de calidad democrática que elabora The Economist, por encima de Francia, Reino Unido y Estados Unidos. Ahora ha caído, justamente con Grecia, Portugal e Italia, casi al final de la lista de las llamadas “democracias plenas”.

Para tratar de atajar este deterioro han surgido en las últimas semanas diferentes manifiestos y plataformas que coinciden en reclamar una reforma de la Ley de Partidos para imponer mecanismos de democracia interna. Pero la elección democrática de los cargos no evita, según Rubio Llorente, la posterior sumisión a una cúpula muy reducida. Para evitarlo sería preciso cambiar también el sistema electoral, ahora basado en listas cerradas y bloqueadas. Pero la llave de cualquier reforma de calado la tienen, paradójicamente, los dos partidos que hasta ahora se han beneficiado más del status quo. “El problema”, sostiene Pérez Royo, “es que nuestro sistema electoral es formalmente proporcional, pero opera como mayoritario en todas las circunscripciones pequeñas, las de menos de cinco escaños”. Y eso impide la renovación.

Los partidos tienden a funcionar como empresas centradas en lograr el poder

Para introducir un sistema de elección nominal de los candidatos, en cuya elección pasara a contar más el prestigio personal que la fidelidad a la cúpula partidaria, habría que cambiar, según Rubio Llorente, la Contitución, que consagra la provincia como circunscripción. “Esa no es una realidad que esté en nuestro horizonte”, precisa. En ausencia de mayores consensos, considera que se podrían hacer avances con reformas que no requieren tocar la Constitución, como cambiar el reglamento de las Cortes para dar más autonomía a los diputados o impedir que el Gobierno abuse, como hace ahora, del decreto ley.

Empieza a haber un considerable consenso sobre los cambios que permitirían dinamizar o restaurar el prestigio de la política y de las instituciones, pero es el propio sistema de partidos vigente el que, con sus intereses creados y sus inercias, impide el cambio. Un ejemplo es la siempre pendiente reforma de la Administración de Justicia. Juan Antonio Xiol, ahora miembro del Tribunal Constitucional, enumeró en Zaragoza hasta diez causas, todas ellas estructurales, de la crisis endémica del sistema judicial. Pero como ocurre con el resto de instituciones, nunca se pasa de la fase de diagnóstico. “Hace tiempo que sabemos cuáles son los problemas. La cuestión es averiguar por qué no se hace lo que todos sabemos que se tiene que hacer”, concluyó.

Mientras tanto, el deterioro prosigue y se impone el desánimo. José María Mena, ex fiscal general del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña advierte sobre las consecuencias del inmovilismo y también de los discursos que “imparten pesimismo democrático”, porque de ellos puede derivarse una salida populista o directamente autoritaria que cuestione incluso la democracia. “La sensación generalizada de que no hay nada que hacer porque nuestros políticos no merecen confianza y nuestras instituciones no tienen en realidad soberanía entraña el peligro de alimentar a la ultraderecha, que cada 50 años resurge en Europa y ahora está levantando de nuevo la cabeza; o movimientos como el de Bepo Grillo, que es la negación de la política. No tenemos más remedio que ser exigentes y, a pesar de todos sus defectos, defender la democracia, aunque para defenderla hay que hacer cambios”. El problema es saber por dónde empezar. Y si los actuales partidos no se reconocen a sí mismos como parte del problema, difícilmente serán parte de la solución.

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