Aprobado general, suspenso colectivo
La excelencia "solo puede intentarse cuidando la formación de los profesores, seleccionando unos contenidos de calidad y disfrutando de la impartición de la clase"
¡Estamos en crisis! Lo sabemos bien y lo sufrimos cada día en diferentes momentos y en ocasiones distintas, cada vez que afloran la angustia, la desesperación, la impotencia, la iniquidad, la incertidumbre, la inseguridad, y el miedo a la constancia de tales sentimientos. Porque se han instalado entre nosotros y no quieren abandonarnos. Insisten en permanecer a nuestro lado.
Yo vivo a caballo entre la juventud que me escucha cada mañana en el aula de la universidad y la madurez que poseo con los años ya cumplidos. Y cada mañana durante la clase que imparto a mis alumnos sufro un progresivo desaliento ante el espectáculo que presencio y del que participo: un sistema educativo cuya ordenación docente –en el grado- incrementa el número de materias pero recorta de manera significativa el tiempo de explicación de las mismas; una ordenación docente que reclama enseñanza teórica y clases prácticas, casi desde el minuto 0, o a los 15 días de haber iniciado el curso, cuando los alumnos no han adquirido aún suficientes -mínimos- conocimientos teóricos para comprender los textos que presuntamente habrán de glosar; una ordenación docente que asfixia con seminarios, prácticas y pruebas de evaluación “continuas” a los alumnos que a duras penas, de semana en semana, a trompicones, van copiando y pegando…y leyendo un par de lecciones para una prueba corta, y, simultáneamente, preparando los argumentos para la defensa de Bruto, uno de los asesinos confesos de César… y además asisten diariamente a clase porque –tal vez- en dicha asistencia resida la clave del éxito académico…; una ordenación docente que pretende abarcar muchos palos, pero que está conduciendo, en mi opinión, a un importante fraude : parece que se enseña, pero, en realidad, no se dan las condiciones mínimas para hacerlo; parece que se estudia, pero, en realidad, no es así. La “excelencia docente”- que, según dicen, miden ciertos “indicadores formales”- forma parte de esa apariencia engañosa que consagra una supuesta ordenación docente armonizada en Europa, moderna, ajustada a los nuevos tiempos y democrática.
Pero la verdadera excelencia solo puede conseguirse, o, más bien, intentarse cuidando la formación de los profesores, seleccionando unos contenidos de calidad y disfrutando de la impartición de la clase; y también cuidando la selección del alumnado, exigiendo un nivel mínimo de conocimientos, el cumplimiento de unas reglas básicas de educación y un cierto interés por lo que se estudia, además del ineludible esfuerzo por explicar, atender y aprender. Y esto no encaja fácilmente en “las casillas-tipo” de la “excelencia docente”.
Como decía, cada mañana, al finalizar la lección, abandono el aula sumida en el desencanto: qué desdichada impotencia la que siento ante la imposibilidad cierta y largamente contrastada de no poder enseñar nada, porque quienes están en el aula y ocupan los asientos miran pero no atienden, escuchan pero no entienden, expresan indiferencia, aburrimiento y desinterés. No quieren aprender y no pueden aprender. La realidad diaria de la clase ya no me estimula, como sucedía siempre antes; ahora me produce cierta insatisfacción, porque la inmensa mayoría del auditorio parece insensible al conocimiento y poco o nada proclive a la reflexión y al estudio. La condición de alumnos tiene que ver con una cuestión meramente administrativa: se han matriculado en la Universidad para obtener un título, en ningún caso para conseguir una buena formación. ¿Para qué leer un libro, estudiar un manual, o utilizar un diccionario si el aprobado puede llegar con unos pocos apuntes mal copiados y una “hábil” selección de ciertos temas como preguntas probables de examen? Sin olvidar, naturalmente, la mera asistencia “pasiva” a las clases y la entrega “a tiempo” de trabajos. No hace falta más. El gusto por aprender hace ya tiempo que ha caído en desuso.
Ésta es mi realidad docente en primer curso del Grado. Dos grupos, cerca de trescientos alumnos matriculados que acuden a clase las dos primeras semanas para “tantear” sobre el terreno el grado de dificultad (o de facilidad) del aprobado. Los asistentes comprueban empíricamente, yendo unos pocos días a clase, cuáles son las “reglas docentes”. Yo advierto desde el primer día a todos mis alumnos que las clases son voluntarias y que no tomaré nota desfavorable de las ausencias. Tras estas declaraciones, el 50% de los alumnos matriculados opta por abandonar las aulas. No vuelve a acudir a clase, pero tampoco estudia un buen manual en casa. Simplemente abandona. Y si de pronto, algunos alumnos reaparecen, lo hacen porque reciben noticias estimulantes: “se van a iniciar las clases prácticas y la profesora ha anunciado que pasará lista, preguntará en clase sobre temas preparados con antelación, pedirá comentarios de textos…y, lo más importante, calificará…” Sorprendentemente, al día siguiente, a las ocho de la mañana, el aula se llena de nuevo, apenas hay ausencias, todos pendientes de la lista, con el comentario de texto entre las manos y algún libro sobre el pupitre.
Pero la expresión de los rostros no ha variado: delata desgana, aburrimiento, desinterés por lo que se les viene encima: leer las páginas de un libro, echar un vistazo al manual, tratar de comprender los textos y asimilar los contenidos para exponer de manera clara, precisa y ordenada la materia estudiada. ¡Demasiadas cosas, no se puede exigir tanto! La clase práctica conforma- al menos en el primer curso del Grado- un escenario preocupante y desalentador: las preguntas del profesor quedan sin respuesta o con respuesta incorrecta o imprecisa. Quien se decide a tomar la palabra, incurre en un error de concepto grave, o usa una expresión equívoca, o llega a la confusión de ideas…se impone el desconocimiento…Y la desesperanza vuelve a apoderarse de mí. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué estoy haciendo aquí? Es evidente: sigo empeñada en explicar derecho romano, esa “antigualla” arrugada y fea, de trato difícil, casi monstruosa con el disfraz latino de la lengua, una suerte de extraño cultural que abre la mente gracias al latín y educa en la justicia material, una estimulante historia que enseña rigor terminológico y descubre los preceptos del derecho: vivir honradamente, no perjudicar a otro, y dar a cada uno lo suyo(=lo que merece).
Esta ordenación docente preocupante y desalentadora solo tiene una bondad: en el tercer curso del Grado los 300 “matriculados” de primero se convierten-tal como me han comentado con gran satisfacción mis colegas- en 75 alumnos atentos y aplicados, con ganas de aprender, que estudian los textos, hacen preguntas, quieren formarse y se esfuerzan para ello. Confieso que el desaliento y la impotencia me han “comido el coco” y me hacen anhelar esos 75 alumnos aplicados. ¿Cómo conseguirlo? Queda ya poco para concluir el primer semestre. Debo darme prisa. Conviene no descuidar el cumplimiento estricto de los “indicadores formales” porque con dicho cumplimiento conseguiré el aprobado general que deja oculto el suspenso colectivo.
Amelia Castresana es catedrática de la Universidad de Salamanca
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