Un futuro gris
Pocas cosas influyen tanto en la configuración de una sociedad como las tendencias demográficas. En nuestros días es difícil pensar en fenómenos que superen en relevancia e implicaciones a la baja fecundidad sostenida, a la masiva y creciente longevidad, al rápido proceso de envejecimiento de la población que resulta de los dos anteriores y a las migraciones internacionales. De ahí el interés por escudriñar la posible evolución de tales realidades, a través de proyecciones de población que deparan escenarios plausibles para determinadas fechas futuras. El Instituto Nacional de Estadística acaba de hacer público el resultado de tal ejercicio para el corto plazo (2022) y el largo (2052). Conviene aclarar que la finalidad de las proyecciones de población no es la adivinación del futuro, por definición imprevisible. Nadie recordará en 2052 lo que el INE previó en 2012. Las proyecciones son un producto de consumo inmediato, útil para decidir mejor, a la vista de los escenarios más probables, lo que deberíamos hacer de aquí a entonces.
Para evaluar su fiabilidad, hace algunos años un ilustre demógrafo canadiense, Nathan Keyfitz, comparó un millar de proyecciones cuyo horizonte temporal ya se había alcanzado con las realidades que habían aspirado a prever. Su principal conclusión fue que la probabilidad de error —la desviación de la previsión respecto de la realidad— es proporcional al número de años que separan una de otra. En otras palabras, mientras la probabilidad de acierto de las proyecciones a corto plazo es alta, la de las de largo plazo es baja. Esa constatación, acorde con el sentido común, puede servir para examinar los escenarios ofrecidos por las proyecciones publicadas hoy por el INE.
Se han elaborado por el llamado método de componentes, consistente en la construcción de cursos de evolución de los tres componentes del cambio demográfico —natalidad, mortalidad y migraciones— a partir de hipótesis de base. Huelga decir que la bondad de las proyecciones depende ante todo de la agudeza de las hipótesis. Pues bien, en nuestros días los dos primeros componentes son relativamente previsibles, al menos en el corto y medio plazo. Puede, en efecto, afirmarse con seguridad que la natalidad seguirá siendo débil, porque la baja fecundidad es consustancial a la naturaleza de las sociedades industriales y posindustriales. Las posibles desviaciones de los patrones actuales serán limitadas, de apenas dos décimas de hijo por mujer, aunque eso no las convierte en irrelevantes. Por el lado de la mortalidad, la apuesta por el continuado aumento de la esperanza de vida, sobre todo a edades avanzadas, entraña escaso riesgo. La mayor duda reside en si cada año seguiremos añadiendo un par de meses o tres a la esperanza de vida o si ese extraordinario ritmo tenderá a ralentizarse suavemente. El tercer componente, el saldo migratorio, es, con mucho, el más difícil de prever. Buena prueba de ello ha sido el tan fenomenal como imprevisto boom inmigratorio experimentado por España en los ocho primeros años de este siglo, un hecho que por sí solo llevó a la revisión de las proyecciones hechas poco antes. Ello sugiere que incluso en el corto plazo caben las sorpresas. Pero no es probable que las que se produzcan en los próximos diez años sean llamativas.
Antes o después, el saldo migratorio tenderá a tornarse positivo. Pero la prolongación de la crisis y la difícil reabsorción del elevado desempleo hacen improbable que ello ocurra en el corto plazo.
Para dentro de cuarenta años casi todo es incierto, excepto dos certezas de la mayor relevancia: la española será una sociedad altamente envejecida, por cuanto uno de cada tres ciudadanos tendrá más de 65 años; y será mucho más diversa que la actual, porque antes o después volverá a ser receptora neta de inmigración. El color gris de la primera condición convivirá con el colorido de la segunda. Una y otra condición requerirán grandes adaptaciones sociales. Bueno será que vayamos pensando en ellas.
Joaquín Arango es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.
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