Decirme a mí mismo quién soy
En contra de lo profetizado, la religión cristiana no solo no tiende a limitarse al plano íntimo, sino que aparece en la esfera de lo público. Y, lo que es más peligroso, en la del partidismo político
Desde un punto de vista teórico, en la Sociología ha tendido a hablarse de la religión (de un modo genérico), tal vez por deseo de hacer enunciados generales. También desde la Sociología hay que decir hoy que este deseo de generalizar es notablemente inoperante: no hay religión como una magnitud social, sino religiones, y cada una lleva su propio marbete que impide unificarlas. Y su propio modo de hacerse socialmente presente. La única evidencia empírica unificadora constatable es que la longitud de onda histórica de las religiones es muy superior a la de las instituciones civiles (incluidos los Estados). Ello debe hacer a la mirada sociológica prudente y desconfiada ante sus propias estadísticas del momento. Todo menos profetizar el futuro.
Si de las religiones pasamos a la religión cristiana en concreto, en las sociedades occidentales modernas tenemos ya la experiencia de un futuro profetizado y no cumplido: la desaparición, o al menos su exilio a la interioridad privada. Profetizado desde diferentes puntos de vista: el del marxismo (la religión no sería sino “el suspiro de la criatura oprimida”), y el de la hoy periclitada teoría sociológica de la secularización (radical e inevitable) por el ingreso de las sociedades en los procesos de modernización.
El mero transcurrir del tiempo ha falseado ambas profecías. Hoy la religión cristiana tiende a no limitarse al mero plano íntimo (aunque necesario), sino que hace su aparición en la esfera de lo público. Y lo que es más peligroso —para la propia autenticidad de lo cristiano, dada su pretensión de universalidad— en la esfera del partidismo político.
La no-reducción de lo religioso a la pura intimidad es sociológicamente explicable porque las religiones no son ni meramente privadas, ni vacuamente públicas: son esencialmente comunitarias. Tienen su penetración en la intimidad humana, pero también sus exigencias de publicidad: de la conciencia, con su ética y su culto a Dios, o a sus dioses. Las religiones satisfacen una necesidad: producir identidad. Una identidad muy diversa, sí; pero que responde a una necesidad especialmente moderna en la heterogeneidad de los contactos culturales. Tendemos fácilmente a olvidarlo con la complejidad de nuestro desarrollo tecnológico. Pero es una necesidad profunda: decirme a mí mismo quién soy.
Esta aparición de lo comunitario en lo público nos sitúa socialmente y hace del factor cristiano un instrumento político en las democracias occidentales (por limitarnos al cristianismo). Véanse las campañas presidenciales en EE UU.
No sería temerario sociológicamente el sospechar que lo político —un instrumento de poder— pueda adulterar lo cristiano. (La actitud del mismo Cristo, que los Evangelios atestiguan, con su rechazo de un mesianismo político podría servir de admonición en el ámbito religioso). Lo que si parece indudable, ante los recientes hechos —en una sociedad democrática de la información globalizada— es que “el suspiro de la criatura oprimida” no inclina hacia lo religioso sin más. Inclina hacia el deseo de transparencia, hacia la información pública y no mediatizada, hacia la crítica —y el desengaño— de las instituciones que no cumplen con las finalidades que ellas mismas enuncian. En este deseo de transparencia de lo social y lo religioso confluyen hoy no-creyentes con creyentes cristianos.
Javier Martínez Cortés es profesor emérito de Sociología de la Religión en el Seminario San Dámaso
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