Donde el tsunami fue más destructivo
En la ciudad portuaria de Ishinomaki se siente aún más el dolor por la tragedia de hace un año en Japón
Desde hace siglos, los japoneses consideran que uno de los tres parajes más bellos del país es una bahía que se halla media hora al norte de Sendai. Se llama Matsushima y es el lugar que he elegido para pasar este 11 de marzo de 2012. Creo que nunca olvidaré este día.
Paseé toda la mañana por el centro de la ciudad para tratar de entender cómo los japoneses conmemoraban este primer aniversario de la catástrofe. Estaba bastante contrariado porque por mucho que pregunté los días anteriores, nadie me decía claramente si se iba a celebrar una manifestación o una ceremonia multitudinaria, es decir, lo que un europeo como yo esperaba que se hiciera. Es más, la mayoría de ellos ni entendían mi pregunta: “¿Ceremonia? ¡hum!”. Efectivamente, no había ceremonia alguna. Ishibancho, la calle principal, estaba tan concurrida como cualquier otro domingo, con sus góticas y baby-dolls exhibiendo increíbles vestimentas por las arcadas. Solo el Ejército había plantado un par de vehículos y fotos de sus trabajos de limpieza y reconstrucción y ofrecía a los niños gorras para fotografiarse con ellos. Al mediodía en el cruce con Marble Road empezaron a montar un pequeño escenario con micrófonos, pero no tenía que ver con el tsunami. Cuando volvía al hotel, los activistas antinucleares habían tomado el cruce con Hiroshidori. Decenas de ellos ofrecían explicaciones y folletos y pedían la firma para el cierre definitivo de la central nuclear que se encuentra al norte de Sendai. A la una me reencontré con mis estupendos vecinos del barrio de Omachi y partimos hacia el norte.
Matsushima es una bahía moteada con unas 260 islas pobladas de pinos. Debió de ser un lugar mágico, uno de esos lugares que se dice elegido por los dioses, sobre todo allá por el siglo XVII, cuando el poeta Matsuo Basho le dedicó un famoso haiku, convertido hoy en un canon de la belleza indescriptible. Las rocas de las islas son tobas volcánicas formadas con cenizas del monte Zao, una piedra muy porosa y frágil que las aguas moldean fácilmente en formas quebradas y caprichosas que están coronadas por bosquecillos de pinos muy esbeltos. Hoy, el cielo estaba abierto y el color ocre de la toba contrastaba demasiado con el verde apagado de los pinos pero supongo que en un día menos luminoso, la estampa sería aún más japonesa. Esas admirables islas que tenía frente a mí, algunas diminutas, salvaron del tsunami a esta bahía, parapetando con sus farallones las embestidas de las aguas furiosas.
Matsushima hoy es un lugar muy turístico, con numerosas casas y hoteles. Los japoneses vienen a relajarse, a bañarse y a comer ostras en chiringuitos que se suceden junto al mar. Estábamos probándolas cuando sonó la alarma a las 2.46 pm, como en todos los pueblos y ciudades del Japón. La gente se paró, y quien supo rezar, rezó, y todo el mundo respetuosamente guardó un minuto de silencio. Después de ese minuto, todo siguió como antes. Han de seguir adelante. No tengo la menor duda de que eso no significa que no sufran, que no lo sientan. Y no tengo la menor duda desde hace ahora exactamente un año, calculo que a las 2.52 de este mismo día del 2011, cuando no hacía ni cinco minutos que había temblado la tierra. No olvidaré nunca los ojos de aquella mujer joven que corría buscando a su marido entre los que aún deambulábamos buscando el punto de encuentro. Esos ojos de mujer no podían contener más amor, ni más miedo ni más ternura ni más alegría. En ellos estaba impreso todo lo que nos hace humanos.
Decidimos seguir al norte, hacia donde el tsunami fue más destructivo que en la bahía de Sendai. El coche avanzaba junto a una carretera secundaria bordeando esta costa fractal, retorcida, en la que se suceden las radas y caletas donde se construyeron a veces muelles y fondeaderos. De aquí, de Okumatsushima, partió el 28 de octubre de 1613 aquella expedición loca a Roma que dejó para siempre un buen puñado de japoneses en los pueblos de las orillas del Guadalquivir, en especial de Coria del Río. Todos los muelles, junto con las casitas y hoteles que los rodeaban, están destruidos. Seguimos dirección norte y cada vez la vista se hace más desoladora. Aquí aún no han terminado los trabajos de limpieza y uno se va topando con las enormes pilas de los destrozos provocados por la marea. Nadie en el coche hablaba. En la pantalla del GPS aparecía la situación de las casas, una a una, que deberíamos de estar contemplando donde ahora no solo había un vacío, sino que para mayor amargura, quedaban los cimientos de lo que fueron los hogares de gente sencilla que no pudo escapar a ningún alto desde esta marisma.
Alguien preguntó si íbamos a seguir más al norte. Decidimos hacerlo y llegamos a la ciudad de Ishinomaki, una ciudad portuaria e industrial muy poblada particularmente golpeada por la tragedia. Allí, se siente aún más el dolor que debió pasar este pueblo porque tanta fue la extensión arruinada por las aguas que aún queda mucho trabajo de limpieza por hacer. Habían improvisado en medio de una de las zonas devastadas un pequeño altar donde ofrecer flores en memoria de los que aquí murieron. Hacía mucho frío. A nuestras espaldas vimos un edificio amplio y bien construido que se había mantenido en pie, a pesar de los signos evidentes de la furia del tsunami. Era el colegio Kadonowaki y en su fachada con grandes letras se podía leer “Creced en paz”. Estaba situado donde la inmensa explanada que surgía del mar empezaba a elevarse hacia la colina.
Todo lo que el tsunami arrasó en esa llanura de un kilómetro cuadrado acabó estrellándose contra las paredes del colegio. El gas escapado incendió el amasijo de materiales y los tanques de gasolina de los coches explotaron. No había agua y la acumulación de despojos era tan brutal que no hubo forma de acercarse. Por tres días estuvo ardiendo. Hoy la gente se acercaba para asomarse a las ventanas de la escuela. Yo también lo hice y sentí el frío que provoca adivinar una mochila, una pizarra usada, unos dibujos infantiles entre un amasijo de despojos, es decir, ver violentamente quebrada la paz de lo que crece. No quiero extenderme más porque la historia que seguiría es aún más triste. Les propongo mejor pensar cómo es posible que este pueblo que sufre tanto el embate de esas olas asesinas haya sido capaz de crear la más preciosa imagen de una ola, la ola por antonomasia, la llamada Gran ola de Kanagawa, que pintara a principios del siglo XIX Katsushika Hokusai, una ola hoy convertida también en icono de la geometría fractal.
De vuelta a Sendai está ya anocheciendo y de nuevo me asalta el recuerdo de las horas posteriores al terremoto. Aquel día, también había anochecido cuando iba camino de otra escuela primaria, la que esa noche me serviría de refugio. Me acompañaba una pareja que aún había de tardar unas horas andando hasta llegar a su casa pero que no dudaron –sin yo pedírselo- llevarme a la mía primero y después indicarme el refugio donde iba a pasar la noche. Me pidieron parar para comprar en un supermercado que estaba abierto. Era el momento de mayor confusión tras el gran terremoto, cuando la gente buscaba a sus familiares o se apresuraba a refugiarse. Entramos en el supermercado a oscuras. En su interior, la gente se ayudaba de sus móviles para iluminar los estantes con los últimos productos y hacía una civilizada cola para abonar lo que se llevaba. Nadie hurtaba, nadie se colaba, nadie gritaba, nadie daba la sensación de estar nervioso, aunque todos sabíamos que venían días inciertos.
Ese comportamiento es aun más admirable porque en este país no hay héroes. A diferencia de los países europeos, aquí es difícil ver una estatua dedicada a militares, a políticos o a próceres. Los japoneses parecen conformar –por encima de todo- un grupo que camina al unísono, en el que nadie debe destacar, en el que el individuo no tiene más importancia que el grupo y en el que la rebeldía –al contrario que en nuestro mundo occidental- está mal vista. No lo juzgo, y no quiero comparar porque cada pueblo tiene que encontrar su camino, pero me da que esta estructura en red se parece más al futuro hacia el que camina la humanidad.
Juan Manuel García Ruiz es profesor de Investigación del CSIC en la Universidad de Granada
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