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Hora de renovarse

El Tribunal Constitucional de España ha vuelto a fracasar. Cuando ha llegado la hora de resolver quizá el caso más importante de su historia reciente, la sentencia del Estatut de Cataluña, el Tribunal ha sido incapaz de emitir un juicio definitivo de constitucionalidad. Por consiguiente, sus magistrados han incumplido con la principal obligación que justifica el cargo que ocupan. En Derecho se utiliza la expresión non liquet (literalmente, "no está claro" en latín) cuando un órgano jurisdiccional no puede responder a la cuestión controvertida por no encontrar solución para el caso, o bien por no haber norma directamente aplicable. La fórmula era empleada, con estos fines, por los juristas romanos para permitir que una cuestión permaneciese imprejuzgada de manera indefinida.

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Pero hoy en día no es posible: la mayoría de los ordenamientos jurídicos actuales prohíben que el juez se niegue a dar solución al caso que se le plantea. Y así ocurre en el sistema español, ya que el Código Civil, en su artículo 1.7, prescribe que los Jueces y Tribunales tienen el deber inexcusable de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecido. Se parte del dogma de que el ordenamiento jurídico es pleno por lo que, utilizando las herramientas interpretativas adecuadas, el juzgador siempre puede encontrar una solución. Una solución que es más necesaria y urgente cuando lo que está en juego son, como en este caso, principios y valores de relevancia constitucional que afectan directamente al modelo de convivencia pública.

Ha sido, sin duda, insoportable la presión externa que el actual Tribunal Constitucional ha tenido que sufrir en relación con este asunto del Estatut, y con otros anteriores. Pero también ha demostrado una disposición interna a entrar en todas la batallas que fuera se estaban dilucidando. Hasta el punto que ahora constituye un ejercicio imposible para los ciudadanos percibir que las resoluciones de Constitucional responden a criterios jurídicos de normatividad constitucional y no a criterios de pura oportunidad política. El daño a la autoridad funcional de la institución parece así irreversible. Porque, en efecto, las decisiones del Tribunal Constitucional necesitan, como el respirar, de la aceptación incondicional de sus principales destinatarios, es decir, el Poder Judicial, los partidos políticos, el Gobierno y las Comunidades Autónomas. Pero es que, además, el mal ejemplo del Constitucional se extiende como una mancha de aceite sobre todo lo jurisdiccional.

A estas alturas, por mucho que sigamos insistiendo en que el Tribunal Constitucional no forma parte de nuestro sistema de Justicia, a la opinión pública no se le puede exigir que diferencie nítidamente entre el Constitucional y los demás tribunales y juzgados cuando se habla de la politización de la Justicia. Un mal que ante los ojos de los ciudadanos aparentemente contamina todas las instancias judiciales, cuando el foco de putrefacción está perfectamente localizado y sólo hace alta que se pongan en acción los operarios que constitucionalmente pueden y deben acabar con la infección. Mientras tanto los miles de jueces de este país que día a día cumplen con su trabajo, deberán seguir con las mascarillas puestas al servicio de la ley y el Derecho, que han de aplicar de conformidad con los principios que precisamente derivan de las resoluciones del Tribunal Constitucional.

Si la renovación es siempre conveniente y saludable en todos los aspectos de la vida, lo es todavía mas necesaria cuando se trata de la vida de las instituciones. Así lo quiso el legislador constituyente, y su voluntad no puede continuar violentada un minuto mas: es hora de renovar al Tribunal Constitucional. Los dos grandes partidos de este país, tienen ahora la oportunidad de congraciarse con una ciudadanía que cada vez más desconfía de la clase política, y demostrar ese "sentido de Estado" para encontrar a los juristas que remplacen a los que han de salir ya del Tribunal. No es ningún obstáculo para ello las peripecias procesales acontecidas sobre el proyecto de sentencia del Estatut, y que se han saldado con una solución de compromiso, solución que naturalmente puede ser validamente reconsiderada por el renovado Tribunal Constitucional. La espera por la sentencia del Estatut puede continuar un tiempo mas si la espera merece así la pena, y, sin olvidar, en fin, que aunque pasen otros tres años, estaríamos dentro de lo que son los tiempos normales en el Tribunal para el enjuiciamiento de la constitucionalidad de las leyes.

Alfonso Villagómez Cebrián es magistrado y doctor en Derecho

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