¿Puede vivir la política sin la moda (y viceversa)?
¿Qué transmiten las corbatas demasiado largas de Donald Trump? ¿O los zapatos de animal print de Theresa May? Moda e imagen van de la mano en política.
Como Oscar Wilde sabía bien, «solo las personas superficiales no juzgan por las apariencias». O lo que es lo mismo, si queremos entender a un político, fijémonos en su indumentaria porque la moda es una herramienta de comunicación poderosísima. ¿Qué transmiten las corbatas demasiado largas de Donald Trump? ¿O los zapatos de animal print de Theresa May? «Moda e imagen van de la mano en política. Hay muchos votantes que ven vídeos de sus líderes sin escuchar sus palabras, así que un político debe cuidar al máximo su imagen, ya que encarna sus valores», dice Laura Schwartz, conferenciante y comentarista televisiva, que fue directora de eventos de la Casa Blanca durante la Administración Clinton.
La aplicación de esa tesis llega al paroxismo el 20 de enero, el llamado Inauguration Day, el día en que no solo más de 300 millones de estadounidenses, sino el mundo entero está pendiente de qué dirá, cómo actuará y cómo se vestirá la nueva pareja presidencial de EE UU. Lo que se ve ese día marcará el estilo de la legislatura. «La nueva primera dama no arriesgó con el traje de Ralph Lauren, que recordaba uno de Jackie Kennedy. El vestido largo de Hervé Pierre también fue una apuesta segura», afirma Kate Betts, columnista de Time y The Daily Beast, y autora de Everyday Icon: Michelle Obama and the power of style. Para Robin Givhan, jefa de moda de The Washington Post, «Melania quiere establecer una imagen de tradición, moderación y elegancia tranquila».
La voz (y el voto) de la industria
Stephanie Winston Wolkoff asesoró a Melania y dirigió la puesta en escena del primer día presidencial. Venía de ser la mano derecha de Anna Wintour en la organización de la Gala del MET. Sin embargo, los medios han tratado a Melania con tibieza. La causa no es solo la pésima relación del presidente con la prensa. También la personalidad de su antecesora. «Michelle Obama usó su estilo para transmitir un mensaje claro sobre qué tipo de primera dama pretendía ser. El día de la inauguración eligió un conjunto de una creadora casi desconocida (Isabel Toledo) y un traje largo de otro poco conocido (Jason Wu), mostrando que ella apoyaría el talento joven y multicultural. Utilizó esa plataforma para transmitir un estado de ánimo, que simbolizaba un nuevo comienzo», compara Kate Betts.
Melania no ha tenido ese idilio con la moda. Antes incluso de que Trump firmara el primero de sus polémicos decretos, la controversia se desató con una carta pública de la diseñadora Sophie Theallet, a la que siguió un posicionamiento que iba desde el rechazo absoluto (Marc Jacobs, Tom Ford, Derek Lam) al apoyo patriótico (Tommy Hilfiger, Diane von Furstenberg, Thom Browne), pasando por la neutralidad (Vera Wang, Cynthia Rowley), y que Carolina Herrera inteligente y salomónicamente zanjó: «Creo que en dos o tres meses (…) veremos a todos vistiendo a Melania. Ella representa a EE UU». Pero ¿puede un diseñador negarse a vestir a la primera dama? «Sí puede. Y lo han hecho. Pero ella puede comprar cualquier prenda en una tienda», responde Kate Betts. Melania está acostumbrada a adquirir su propia ropa, no a que se la presten o se la diseñen expresamente. Aunque sí participó en la creación del vestido que lució en el baile de inauguración. Porque ese look es, en EE UU, una cuestión de Estado: Los trajes van a parar al Museo Nacional de Historia Estadounidense, en Washington, donde se exponen con ringo y rango desde el más antiguo, de 1829, de Martha Washington, hasta los dos de Michelle.
El valor semántico de la apariencia
Si Hillary hubiera sido elegida presidenta, no sabemos si hubiera enviado al museo el esmoquin de su esposo. Los Clinton estuvieron dos legislaturas en la Casa Blanca (de 1993 a 2001), pero no dejaron una gran impronta en cuanto a moda. Hillary era correcta y práctica y usaba marcas estadounidenses. Según Laura Schwartz, «el presidente Clinton poseía una curiosísima colección de corbatas. En Semana Santa se ponía una con huevos de Pascua, en Navidad, con árboles… A Chelsea le encantaba». ¿Y Hillary? «Como primera dama se negaba a que una aparición suya se convirtiera en un cotilleo sobre lo que se ponía. Su guardarropa de trajes pantalón en infinidad de colores desató una riada de comentarios. Prefería los pantalones a las faldas porque se podía mover más rápido y le sentaban bien. Muchos de esos trajes, incluyendo el que llevaba en su discurso reconociendo su derrota ante Trump, están firmados por su gran amigo Ralph Lauren».
Hillary no pretendía superar la huella que dejó Jackie Kennedy con sus Dior y sus Oleg Cassini. Tampoco lo intentó Barbara Bush, con su cabello cano y su look de abuela maternal; ni Laura Bush, formal y estirada; pero sí, Nancy Reagan. Su pasado de actriz de Hollywood le daba ese derecho. Su foto con el vestido rojo y el sombrero a juego que llevó el primer día de la nueva presidencia en 1981 dio la vuelta al mundo, y estableció un estilo y un color que se convertirían en la seña de identidad de la Era Reagan: claridad y optimismo con una raíz conservadora. Pero, ¿cuál será la seña de identidad de los Trump? «Veo una transición con maestría desde el cóctel bar del Gran Hotel Toplice, en el lago Bled de los Alpes eslovenos, a la Casa Blanca. La hermosa Melania se debate entre la pasarela del glamour eurotrash y el mundo más recatado de las cenas benéficas de Washington donde las mujeres lucen peinados como cascos militares. Y su uniforme está evolucionando muy bien», comenta Stephen Bayley, el consultor y crítico de estilo británico, autor de Charm: an essay. «Donald es otra historia: sus trajes mal cortados, su terrible aspecto con ropa de ocio y su ridículo pelo. ¿Quieres entender el horror de las políticas de Trump? Echa un vistazo a su guardarropa».
Un negocio con historia
Los looks de los políticos despiertan controversia en el mundo anglosajón porque entienden muy bien que la moda es un negocio. Business is business. Jackie Kennedy y Nancy Reagan salieron en las páginas de Vogue USA, Hillary fue la primera en posar para una de sus portadas –en diciembre de 1998 con un Oscar de la Renta–, Michelle apareció en tres –la última en diciembre de 2016– y el próximo mes aparecerá… Theresa May, la primera ministra británica.
Que May tenga una suscripción a Vogue –declaró que sería el lujo que se llevaría a una isla desierta– y las llaves del Parlamento no parece incompatible. Sus estilismos han provocado ríos de tinta: un traje pantalón de cuadros escoceses de Vivienne Westwood que se pone a menudo, sus botas de charol por encima de la rodilla (que lució frente a la reina Isabel en 2015) o el Roland Mouret bicolor del día de su toma de posesión en el 10 de Downing Street. Pero May tiene una predecesora –aunque como primera dama– que sentó cátedra: Samantha Cameron, quien, además, acaba de lanzar su propia firma de moda, Cefinn. Los vestidos de Cameron en los seis años que su esposo fue primer ministro (de 2010 a 2016) abrían los tabloides y las páginas de estilo de los periódicos. «Sam Cameron era una estilista soberbia y tenía una presencia extraordinaria, incluso aunque no le gustara la vida pública. Siento decir que Theresa May es lo opuesto. Tiene un gusto ansioso por la vida pública (aunque el público nunca votó por ella) y no tiene ningún estilo, a pesar de las prendas de diseñadores famosos que lleva en las conferencias de prensa», opina Bayley.
Podría decirse que Downing Street es, en realidad, una pasarela de moda. Los medios han escudriñado desde el peinado desaliñado y los zapatos sucios de Gordon Brown hasta los trajes azules cruzados (o power suit) de Margaret Thatcher. «Churchill conocía el valor semántico de la apariencia. Los detalles importan: el sombrero Homburg, el puro, su decisión de ponerse un mono durante el Blitz de Londres. Thatcher idolatraba a Churchill y aunque no le interesaba la frivolidad rebosaba vanidad. Asesores de imagen como Tim Bell y Gordon Reece le ayudaron a arreglar su dentadura, su peinado y su voz», dice Bayley.
Nuevos partidos, nuevo uniforme
En España, la moda se considera una frivolidad que jamás debe mezclarse con la política. Nuestros líderes le prestan escasa o nula atención y no la usan para hacer ninguna declaración ni para apoyar a marcas nacionales –si exceptuamos a la reina Letizia, caso aparte–. Sin embargo, con la entrada de nuevos partidos en el Parlamento algo ha cambiado. No hablamos tanto de moda como de imagen. «La imagen tiene que ser coherente con tu relato político. Los políticos no pueden prescindir de la moda porque todo lo que hacen es objeto de atención pública. Pablo Iglesias es consciente de su imagen, aunque se ha convertido ya en su prisionero. Ahora no puede ponerse una americana sin traicionarse», explica Luis Arroyo, asesor de comunicación política, que pasó varios años en Moncloa en el gabinete de José Luis Rodríguez Zapatero. «Nuestras primeras damas apenas han ejercido como tales. Excepto Ana Botella. Ni Carmen ni Sonsoles ni Viri tienen una vida pública. Si Viri entrara en un restaurante, nadie la reconocería», señala.
Sin embargo, en Latinoamérica, Juliana Awada ejemplifica muy bien el uso anglosajón de la imagen. Cuando Cristina Kirchner abandonó la presidencia en 2015, todo el mundo tenía en la retina una imagen barroca de una mujer que vestía de negro o con estampados llamativos, peinados con brushing y una capa de maquillaje. El día que Awada apareció ante los medios de la mano de su esposo, el presidente Mauricio Macri, quedó claro que comenzaba una nueva etapa: con un vestido blanco, sin apenas maquillaje y el pelo recogido en coleta, trasmitía frescura y cercanía.
De Jacky a Melania, de Churchill a Theresa May, los políticos anglosajones son conscientes de su imagen. La conclusión es, como afirma Robin Givhan, que «la moda intensifica una narrativa. Ayuda a crear una imagen visual de cómo un gobierno quiere ser percibido. Puede sugerir profesionalidad o juventud, autoridad o subversión. Y no, un político no puede prescindir de la moda».
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