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Sonreíd, sonreíd, malditos, por Eva Hache

Si no hay motivos para sonreír, finge. Al fin y al cabo, se nos pide muchas veces que finjamos

Azafata
Cordon Press

Sonríe. A pesar de la que está cayendo. La que está cayendo, que nos impacta como si en vez de estar cayendo nos la hubieran tirado. Tú sonríe. Y aprende a tomarle cariño a todas tus arrugas porque, por lo que se ve, no vamos a tener suelto para alisarnos. Además, aun en el caso de que tuviéramos dinero a espuertas para la operación, no nos quedaría ni un chavo para contratar a maquilladores profesionales. Un maquillador profesional siempre a tu lado que te dibuje los rasgos cuando necesites hacer ver que estás enfadada, triste o «no me pasa nada». Un engorro.

Sonríe. Y si eres mujer, sonríe más. Es lo que se nos supone. Sonríe sin preocuparte por los pliegues y piensa que tener cara de pandereta no implica fiesta.

Y si te puedes reír, mejor. Tampoco hace falta que te rías todo el rato como si se te hubiera quedado un trozo de tripi enganchado en un empaste. Solo sonríe, como una modelo.

Pero las modelos de las pasarelas y las de los anuncios no sonríen. Bueno, es que sonreír con los labios embadurnados de semejante cargamento de gloss-pegamento es arriesgarse a que se te agriete hasta el carné de conducir. Es cierto que entre no enseñar los dientes y tener cara de seta hay un trecho ancho. Y es cierto que el canon de guapa al que nos toca ceñirnos últimamente es un poco el de cara de aburrida calentorra, pero muy guapa, que vemos en los anuncios.

Me refiero exactamente a la cara de becerra viendo pasar el tren. Mirando tan fijamente que está a punto de quedarse bizca. O quedarse bizca o con cataratas, porque mira tan exactamente hacia el mismo centro del objetivo que se nubla, da la impresión de que mira a través de nosotros. Esas miradas que nos atraviesan, pero, fofamente, nos convierten en una versión traslúcida de nosotros mismos, como si fuéramos un personaje de Ghost. A mí, concretamente, hay una chica de un anuncio de un perfume que me da ganas de dedicarme a la alfarería del más allá. Con la barbilla un poco baja, la mirada hacia arriba, dejando el blanco de los ojos por abajo. Si lo ves sin música, parece que se acaba de estrujar tres porros.

¿Envidia? ¿De ser una chiquilla de 14 años disfrazada de señora de 40 a la que le sientan bien todos los untos? No te digo que no. Sobre todo, deseos de volver a los 14 años y darme cuenta de que cuanto menos potingue utilice en la vida, mucho mejor.

Sonríe. Y si no hay motivos para sonreír, finge. Al fin y al cabo, se nos pide muchas veces que finjamos: la edad, la maternidad, la felicidad. Hay un truco conocido como sonrisa corporativa de Hollywood. Se apoyan suavemente los dientes superiores sobre el labio inferior. La lengua presiona el paladar. Sale la sonrisa sola. Sin morder con los dientes, ¡eh! Es un poco lo que sale cuando piensas: «¡Ay!, qué sopapo le daba»; y luego: «¡Ay!, que me ha visto». Con lo de la lengua, al principio se traga mucha saliva, hay riesgo de que se te haga la boca agua y te ahogues en tus propias babas, pero, una vez que se domina, se consigue eliminar totalmente la papada. Si la hubiera. Inténtalo, es cuestión de práctica. Una vez que has dejado de asfixiarte con tu propia glotis y se te quita la expresión conocida como «Tú estabas pastando el día que al pastor le dio por cortar el labio de arriba a las ovejas porque se aburría», lo has conseguido. Sonrisa sin esfuerzo. Y de las que no arrugan. No es tan difícil ser mujer.

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