Furor por Islandia: de isla secreta a destino de moda
La isla recibe casi 7 siete turistas por cada habitante. Un ‘boom’ que preocupa a los islandeses que temen que tanto éxito acabe con sus recursos naturales.
A la expectación mundial por el cambio de milenio, los islandeses le añadieron una inquietud específica: en el año 2000 los turistas superaron por primera vez a su población, 302.900 frente a 283.000 habitantes. El dato causaba furor, recuerda el escritor especializado en viajes Xavier Moret, que por entonces preparaba su primer libro sobre el país, La isla secreta. Este año esperan 2,3 millones de visitantes, casi siete por islandés. Y aunque el turismo es islómano y otros destinos como Baleares doblan esta ratio con 13 millones de turistas extranjeros el año pasado, lo cierto es que los islandeses “están asustados del exceso de éxito”, constató Moret en su último viaje el febrero pasado. Le sorprendió, por cierto, la gran cantidad de chinos que admiraban las auroras boreales. “En Asia se han puesto de moda los países nórdicos y viajan fuera de temporada”, apunta. Los islandeses temen la balearización de esta isla volcánica, históricamente uno de los confines de la Tierra.
Uno de los últimos en entusiasmarse con Islandia ha sido Justin Bieber. Hasta el punto de lanzarse en calzoncillos al lago glaciar Jökulsárlón en el videoclip I’ll Show You. Antes se dejaron caer por allí el James Bond de Muere otro día y Panorama para matar, Lara Croft y Batman que, en el trance de salvar a la humanidad, no se animaron a bañarse desnudos entre bloques de hielo. En el videoclip, Bieber también corre por el filo de acantilados a lo Kilian Jornet y hace la croqueta cuesta abajo sobre el musgo, que una vez dañado tarda décadas en regenerarse. El poco respeto hacia esa planta ha copado titulares este mismo mes, cuando grabaron sobre ella la inscripción “Mandarnos desnudos” en una ladera al sur de Islandia. “La vida vegetal en este país estéril es delicada y mucha gente puede destrozarla”, explica a S Moda el músico Ingvi Thor Kormaksson: “Hay lugares peligrosos, los turistas están arriesgando sus vidas andando sobre glaciares, asomándose a precipicios o bañándose en playas que son muy diferentes a las de Francia”. Otra cuestión de actualidad ha sido el anuncio del ministro de Industria de quince nuevos lavabos públicos para turistas, para evitar que éstos se alivien en lugares tan poco apropiados como al lado de un patio de recreo. La falta de infraestructuras en una isla cuyo viaje clásico consiste en circunvalarla por su única carretera principal, la Ring Road, preocupa a los islandeses ante el aumento de la población flotante.
Pero el paso de Bieber por el país se reduce a una anécdota. Si alguien ha puesto a Islandia en el mapa es sin duda Björk. Sólo en 2003 vendió más de quince millones de copias de su álbum One Little Indian, hasta el MOMA de Nueva York le ha dedicado una exposición como paradigma de la modernidad. En el 2000 el primer ministro de Islandia, David Oddson, quiso regalarle una isla en recompensa. Björk no llegó a recibirla, debido a las protestas.
“La popularidad de Islandia se debe a su naturaleza bella y única: siempre ha sido bonito, pero antes la gente no lo sabía”, opina la escritora Yrsa Sigurðardóttir, reina del nordic noir, otro fenómeno cultural. A su juicio, en la fama del país ha influido una “combinación de factores”, desde las últimas erupciones volcánicas a las hazañas de la selección nacional de fútbol o la airada reacción de la ciudadanía ante la crisis bancaria. La ficción también ha puesto su granito de arena, por supuesto. No sólo Juego de Tronos sino también producciones autóctonas como Trapped, una serie que utiliza el aislamiento del pueblo pesquero de Seyoisfjörour, en los fiordos orientales, para ambientar la investigación de un crimen en plena tormenta de nieve. No obstante, Yrsa Sigurðardóttir añade un factor clave: “Las redes sociales, Instagram, Snapchat y Facebook, han atraído mucha atención a Islandia por lo pintoresco que es el paisaje”. Espectaculares cascadas que rompen contra superficies lunares, oscuras playas de lava, lagunas azul lechoso como la Blue Lagoon, arcoíris nocturnos y géiseres forman parte del catálogo de fenómenos naturales del lugar más exótico de Europa. “Ahora todo el mundo sabe dónde estamos, ya nadie me pregunta si los islandeses vivimos en iglús”, bromea Sigurðardóttir. Según añade, los extranjeros que se encuentra en las promociones de sus libros “o acaban de estar en Islandia o planean un viaje allí, sucede continuamente desde hace cinco años”.
Nada que ver con lo que se encontró el escritor y periodista británico Quentin Bates cuando, según Margaret Thatcher se convirtió en primera ministra de su país en 1979, aprovechó para tomarse un año sabático trabajando en Islandia, que se alargó a una década. “Para empezar, no había Internet, ni siquiera faxes. Yo vivía en noroeste y era un lugar muy remoto, las comunicaciones se reducían a una llamada ocasional prohibitivamente cara y alguna carta que tardaba una semana en llegar a casa”, recuerda. No mucha gente hablaba inglés por entonces, el danés solía ser la segunda lengua, y no quedaba más remedio que aprender algo de islandés para hacerse entender. Ahora, el islandés pierde terreno y los ciudadanos del país “se ponen nerviosos” cuando los camareros no les atienden en su idioma», afirma Xavier Moret. “Se dan cuenta de que el turismo cambiará su forma de ser y hay mucho contraste entre Reikiavik, muy cosmopolita, y el resto del país, más tradicional”.
A cambio, obtienen suculentos beneficios. La industria del turismo creó uno de cada tres lugares de trabajo y generó más de 3.000 millones de euros sólo en 2016. La otra cara de la moneda es la rampante subida de los precios del alquiler, coinciden todos los entrevistados, que llevó el año pasado a plantear la necesidad de algún tipo de regulación a Airbnb. Los islandeses han desaparecido del centro de Reikiavik excepto los viernes y sábados noche, ironiza Ingvi Thor Kormarksson, cuando mantienen “la costumbre de emborracharse hasta perder la cabeza”. Por otro lado, la merecida fama de la capital islandesa como lugar para salir de fiesta ha atraído a otro tipo de visitante, más urbanita. Mientras Reikiavik se puebla de nuevos restaurantes y puffins shops –así llaman los locales a las tiendas de souvenirs, llenas de objetos con el ave nacional– los islandeses se refugian en los barrios periféricos.
La subida de precios es general y no afecta sólo a la vivienda. “Tras la crisis financiera de 2008, la moneda cayó y de pronto Islandia se convirtió en un lugar asequible, eso atrajo a visitantes. Ahora estamos a niveles de pre-crisis, no es un lugar barato de ninguna de las maneras”, reflexiona Quentin Bates, que este año ha roto su costumbre de viajar allí un par de veces a la espera de tiempos más tranquilos. Una noche en un hostal de Vik, una de las zonas con menos oferta para hospedarse, puede superar en agosto los 280 euros por habitación doble y un café con leche cuesta entre 5 y 7 euros, por poner algunos ejemplos. Muchos islandeses están convencidos de que el vigor de la corona islandesa acabará por disuadir al turismo, clave en la recuperación económica. “Yo creo que irá declinando de forma gradual, más que ser una burbuja que de pronto estalle”, defiende Yrsa Sigurðardóttir. Añade que “Islandia ya no es asequible y otro lugar se pondrá de moda. Ahora bien, nadie espera llegar a los niveles de antes del 2000”. Entretanto, los islandeses exprimen el momento y se lo toman con humor. Hay quien ya advierte que hablar de la “vikinguización” de su país (o gerintrificación vikinga) es necesario.
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