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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Panes de herencia

“Mileniales y zetas dimos un viraje hacia profesiones falsamente sofisticadas”.

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Me dedico al queso desde que tengo 21 años. Eso ha llevado a muchas personas, a lo largo de estos 10 años (estoy a punto de cumplir 31), a pensar que aquella debía de ser una vinculación heredada, fruto de una relación de mi familia con el sector de la leche. Nada más lejos de la realidad. Lo único heredado en toda esta trama es una inquietud latente y un ojo bien educado para ser capaz de maravillarse ante realidades que quizá otros ojos hubiesen encontrado triviales.

Curiosamente, cuando siendo joven te dedicas a algún oficio vinculado a la alimentación, se suele dar por hecho que es cosa de familia: que tu aportación reside en perpetuar algo que tus antepasados hacían antes que tú. En los casos en los que así es, considero que, muy al contrario de lo que se suele pensar, estas personas llevan un peso sobre sus espaldas que la mayoría de las veces se minusvalora: tendemos a juzgarlos desde el sesgo del privilegio (ese conocido “se lo han dado todo hecho’’). De alguna manera es comprensible esta asociación en el sector del alimento, pero pasa con todos los oficios en general: profesiones ligadas a un conocimiento sectorial específico que se asume que alguien ha tenido que depositar sobre tus hombros.

También hay un aspecto generacional: los mileniales y los zetas dimos el viraje definitivo hacia profesiones falsamente sofisticadas, lo que de primeras desconcierta al interlocutor si alguien de menos de 30 dice ser, pongamos un ejemplo, pescadero. O quesera, en mi caso. Países como Francia han mantenido en buena medida un orgullo patrio asociado a los trabajos de campo y a los oficios de quienes producen, comercializan o trabajan con estas materias primas: cuentan con el reconocimiento que merecen quienes trabajan con un producto ligado a la identidad, a la historia y a las raíces de su gente. Quizás por eso, quienes por cuestiones hereditarias acaban inmersos en oficios gastronómicos, han sabido mantener un halo de distinción que rodea sus figuras. Pienso en Apollonia Poilâne, digna heredera de la panadería que su abuelo fundó en París en 1932. En su día, Pierre Poilâne se convirtió en una referencia nacional de la masa madre mediante la integración de tres elementos claves para la dignificación de cualquier alimento: ensalzar el arte de vivir, del comer bien y la creatividad. De hecho, Pierre posicionó el pan en ámbitos artísticos, colaboró, entre otros, con Salvador Dalí y se convirtió en una fi gura de referencia de la artesanía francesa.

Para Apollonia (Nueva York, 1984) ser la primera mujer en la saga no ha debido de ser tarea fácil, especialmente si consideramos que con 18 años tuvo que dejar sus estudios para coger las riendas del negocio cuando, trágicamente, sus padres murieron en un accidente de helicóptero. Un año después de asumir el mando, consiguió licenciarse en Economía en Harvard: dice que aprovechaba la diferencia horaria entre Massachusetts y París para compaginar la dirección de la empresa con sus obligaciones estudiantiles.

Quién sabe si, de haber podido elegir, Apollonia hubiese preferido moverse en el universo del pan con la ligereza de no ser “la heredera de’’. O quizás, por el contrario, agradece todos los días haber tenido la posibilidad de perpetuar una tradición que corre por sus venas. En mi caso ser la primera persona de mi familia que se dedica al queso es un orgullo.

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