«Nos las hemos visto y deseado para vender sus libros»: el difícil camino de Anne Carson hasta conseguir el Princesa de Asturias
La poeta canadiense se ha alzado con el prestigioso Premio de las Letras 2020 como reconocimiento a su larga trayectoria.
En el origen de todo está Heráclito. O, en realidad, podemos decir que Heráclito es un buen punto de partida para estas líneas. Yo, que estudié Filosofía, una carrera de la que lo olvidé casi todo, recuerdo, sin embargo, una de esas verdades que se me grabó a fuego: que el río nunca es el mismo río y la vida es ya otra cosa, que somos flechas ciegas siempre hacia algún lugar al que no podemos estar seguros de haber llegado.
Estudié, como decía, Filosofía, pero nadie como Anne Carson (Toronto, 1950) me habló de que la vida no es más que un intento por atrapar lo que se va, y que de ese intento infructuoso –y ciego como la flecha que somos nosotros– nacen algunas cosas como el arte, la poesía. A Carson la descubrí ya después de la universidad, cuando trabajaba de becaria en un suplemento cultural y me llevaba a casa los libros que ninguno de los redactores quería quedarse. Así fue como cayó en mis manos un libro más bien feúcho, de título ambiguo, o al menos, enigmático. Estos pasados días, cuando le dieron el premio Princesa de Asturias de las Letras, leía las palabras de su editor de Pre- Textos, Manuel Borrás, que ha publicado la novela en verso Autobiografía de rojo y Hombres en sus horas libres: «Nos las hemos visto y deseado para vender sus libros». Y no pude menos que recordar aquel primer acercamiento mío, tímido, casi resignado, cuando mi compañero de mesa se llevó el libro que yo quería leer, y a mí, en su lugar, me tocó el obtuso La belleza del marido, un ensayo narrativo en 29 tangos (Lumen), que se me antojó difícil incluso para lo resabiada que era yo para la época.
Pasaron años hasta que lo leí, pero al contrario de lo que se piensa, a veces tarde es un sinónimo de «en el momento adecuado» y así entré yo en La belleza del marido, libro en el que Carson dialoga con John Keats para abordar eso que se marcha: «La belleza. No es ningún secreto. No me avergüenza decir que/ lo amé por su belleza./ Como volvería a amarlo si lo tuviera cerca. La belleza convence». Pero también ahonda en esos procesos geológicos de erosión que terminan con algunas cosas, por ejemplo, con los matrimonios, con el suyo. Cáustico e irónico, este libro es una de esas cartas que uno escribe a un fantasma, cartas sin respuesta con un final demoledor que dice: «mírame doblar esta página para que pienses que eres tú». Pasar página, pasarte página. Gran metáfora para la defunción de un amor, pero también para todo aquello que se marcha. Porque en estas páginas de La belleza del marido, Carson se pregunta «qué es lo que en realidad conecta las palabras con las cosas» y demuestra un profundo apego por lo que deja de ser, por aquello que ya no tiene nombre y por esos complejos e inexplicables espacios de tránsito.
Con los años, recordé en algunas ocasiones aquel libro que sobrevivió a mudanzas y cambios de ciudad, pero regresé definitivamente a Anne Carson cuando leí el que se convirtió en mi libro de cabecera. De nuevo, el título ambiguo se abría a mil interpretaciones posibles: Hombres en sus horas libres. Volvían esos temas queridos. En el primer ensayo, Tiempo habitual: Virginia Woolf y Tucídidies sobre la guerra, aborda la imposibilidad de conocer en profundidad algunas de las cosas más importantes que nos ocurren y nos definen en la vida e inaugura los temas que se repiten a continuación: cuándo empieza uno a hacerse irremediablemente mayor, y el amor, en qué momento y de qué manera llega (y se marcha).
Grandísima estudiosa y erudita del mundo grecolatino, es desde ahí desde donde construye una poética en la que el pensamiento clásico es la luz mediante la que desentraña las complejidades del mundo actual. Lo suyo es una suerte de matemática de las emociones, entre sus versos, que a veces se leen a modo de silogismos, una suerte de género inclasificable, prosa que parece poesía, sigue latente ese torrente poderoso que es el poder de lo inexplicado, lo que queda entre los márgenes.
La obra de Anne Carson, de la que destaco también Eros: el Dulce-amargo, Plainwater o Glass, irony and God, está recorrida por cierta actitud socrática, la de pensar que no sabemos nada y que, por ello, vale la pena preguntar, dilucidar. Y qué mejor que hablar con los muertos, los que ya no están. Dialoga con Safo –en sus tiempos en la universidad, una edición bilingüe de sus poemas cambió para siempre su vida– Aristóteles, Homero, Antígona, San Agustín, pero también mantiene conversaciones con los personajes de los cuadros de Edward Hopper, o Virginia Woolf, a quien considera la figura más importante de la historia de la literatura. Así, su obra tiene mucho de conversación, de carta de amor a los fantasmas, no solo a los matrimonios pasados, sino a esos muertos que no ofrecen respuestas pero sí ese consuelo que dice que no estamos solos.
Volviendo ahora a Hombres en sus horas libres rescato unos versos del poema Catulo: Carmina que son, para mí, la culminación de muchos de sus grandes temas. «No llega la mañana./ Solo quiero hablar contigo./ ¿Por qué surge el amor?/ Y entonces me hice viejo vino la muerte y escribí esto. / Ten cuidado, es agudo como el mundo.» Con aquellos versos, con ese acertijo irresoluble que a día de hoy sigue hechizándome, Anne Carson me estaba contando algo que yo no sabía de mí. Hablaba, de nuevo de la naturaleza delicada de los deseos, siempre resquebrajándose a la mínima, con solo nombrarlos. En algún lugar, alguien viaja hacia ti, eso es la poesía de Anne Carson. Un viaje hacia el centro. Gracias a estos últimos versos escribí mi primer relato, que se titulaba justamente así: Worldsharp, cuya traducción al castellano es “agudo como el mundo”. Worldsharp también fue el nombre que recibió la versión preliminar de un libro de relatos que después terminó llamándose Piscinas vacías, que se abre, como no podía ser de otro modo, con los versos que mencionaba antes.
Escribiendo este artículo volví a Catulo: Carmina, y me sorprendió constatar que no me acordaba del inicio. Empieza así: «TE QUIERO JOHNNY Y NO HICE NADA (en grandes letras escritas con tiza en el desierto de Mojave)». Pensé que, de haber empezado hoy a escribir un relato, me hubiera quedado con este fulgurante inicio, con ese otro gran tema que es llegar tarde a la vida y al amor. Leer un libro o un poema años después es darse cuenta de eso mismo: que nos leemos en lo que leemos.
Nunca sabremos lo que en realidad conecta las palabras con las cosas, ni por qué el río ya no puede llamarse río o las razones de que el amor muera así, porque «Johnny y no hice nada», o porque «tarde» a veces sí es lo contrario de en el momento adecuado. Pero cuando leo Anne Carson regreso a Heráclito, a los nombres de las cosas, y pienso que todo empieza ahí. Y compruebo que cualquier intento de conocer este mundo no es más que eso, una tentativa inútil de atrapar esa flecha ciega que somos nosotros. Anne Carson la atrapa, le da forma. Y nosotros tenemos la suerte de poder leerla.
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