Los trapos sucios se lavan en público: los peligros de tener a un escritor en la familia
El auge editorial de las memorias reverdece un dilema eterno de los autores, cuánto y cómo se sacrifica a la hora de escribir sobre los propios parientes
Casi nunca es buena idea tener un escritor en la familia. La historia de la literatura está llena de autores que tuvieron graves y a veces irreparables rupturas con sus padres, hijos, parejas y ex parejas a causa de algo que habían escrito. No hace falta irse muy lejos, en realidad. Ahí está la polémica en torno al último libro de Emmanuel Carrère, Yoga (que publicará Anagrama en febrero). La ex mujer del escritor, la periodista Hélène Devynck, se aseguró de incluir en su sentencia de divorcio un epígrafe según el cual el escritor está obligado a obtener su consentimiento para poder usarla en sus obras. Dice Devynck que eso retrasó la publicación de Yoga, puesto que le obligó a retirar los capítulos en los que habla de ella y de la hija de ambos. “Durante los años que hemos vivido juntos, Emmanuel podía utilizar mis palabras, mis ideas, entrar en mis duelos, mis penas mi sexualidad” dijo ella en una nota en la edición francesa de Vanity Fair. Con el divorcio, entiende Devynck, expira el amor y también el derecho de usufructo de la memoria compartida.
La periodista hace bien en defenderse –nada más peligroso que un autor de autoficción– pero si todo el mundo hubiera tenido el buen ojo de blindarse ante la posibilidad de ser utilizado como material literario no existiría Léxico familiar, ni la mitad de la obra de Nabokov, ni el 80% de los libros actuales de género híbrido, ni Los Buddenbrooks de Thomas Mann, la cumbre de las novelas sobre la familia, que generó muchas tensiones entre los parientes del autor tras su publicación en 1901, puesto que prácticamente todos los personajes están basados en alguno de los muy novelescos Mann.
“La anécdota familiar muchas veces es la unidad primigenia de la literatura, la primera historia o el primer cuento que escuchamos en la vida”, cree Sabina Urraca, periodista, escritora (y también editora de uno de los éxitos sorpresa del año, Panza de burro, de Andrea Abreu, en Barrett) que imparte desde hace tres años un taller de escritura creativa titulado Trapos sucios: escribir sobre la familia. A pesar del título, explica, en el curso no se trabaja solo el conflicto. “Nos apoyamos en la familia, en los personajes y momentos que la familia nos ofrece para escribir cualquier cosa”. Urraca plantea a sus alumnos ejercicios como uno que consiste en aproximarse a un pariente como si fuera un desconocido al que hay que describir “de la misma forma en la que Leila Guerriero se acerca y rodea y abraza y ametralla a sus personajes públicos entrevistados”. En otro, dividido en tres partes, los aspirantes a escritores tienen que narrar tres cosas: un recuerdo vivido, uno que les contaron y otro que ni vivieron ni les contaron. Ahí salen a veces los grandes trapos sucios. Hijos ilegítimos, suicidio silenciados.
“Con este tipo de ejercicios –cuenta– no se busca necesariamente o solamente narrar La Verdad sobre nuestras familias ni escribir una biografía familiar, sino también aprender a ficcionar usando verdades y elementos que ya poseemos, a inventarnos las historias que nunca podremos saber. En realidad es lo que hacen muchos de los escritores que tratan temas familiares: intentar comprender, intentar imaginar, construirse una historia que quizás no sea exactamente la real, pero que muchas veces es una gran historia”.
La propia familia siempre será el material que el escritor tendrá más a mano, pero precisamente por eso, algunos se resisten a utilizarlo, porque es como si un pintor pintara siempre la casa que tiene enfrente. “No hay talento en tu árbol genealógico” creía Claudia Durastanti, autora de una potentísima memoir publicada hace unos meses y titulada La extranjera, que está completamente fagocitada por dos personajes excesivos, los padres de la autora, dos sordos funcionales que se negaron a ser clasificados como discapacitados, y de hecho nunca han aprendido el lenguaje de signos, dos pobres muy poco o nada dispuestos a vivir como pobres ejemplares. Durastanti, que es también periodista y publicó tres novelas de ficción antes de abordar La extranjera, intuía que esa era la historia que tenía que contar en algún momento. “De niña, cada vez que alguien me preguntaba de dónde era y describía a mi padre y a mi madre, notaba la atracción, la chispa, todo el mundo que me escuchaba se quedaba completamente enganchado por ellos. Y eso era decepcionante. Era demasiado fácil. Yo quería ser capaz de encantar a la audiencia con mi propia imaginación, no con algo que no escogí, que simplemente heredé”, explica. De hecho, cuando publicó su primera novela en 2010 le preocupaba sobre todo que su peculiar niñez, entre Brooklyn y el Sur de Italia, y su aun más peculiar familia salieran a la luz. En ese momento ni se planteaba escribir un libro como La extranjera. Entre otras cosas, porque conoce bien el mercado editorial y se sentía “sospechosa” de la tendencia a apostar por las vivencias reales, cuánto más crudas mejor. “Quería testar mis habilidades como escritora de ficción marcando una frontera clara entre al verdad y la ficción, pero fui muy ingenua ahí. No hay frontera. Si soy sincera, mis tres primeros libros son mucho más reveladores sobre mi madre y mi padre que La extranjera, que sobre ellos. Tenía una rabia, una pasión y necesidades catárticas, pero todas esas emociones están ausentes de La extranjera donde mi familia es real y el tono es formal”, cuenta.
Para eso tuvo que pasar un proceso de digestión de su propia familia, ser capaz de ponerse en una posición no central y adquirir la suficiente distancia. Su libro está escrito desde una herida que ya no sangra. “Ya sangré en mis primeras novelas, para que mi voz aquí pudiera ser prístina, curiosa, fuerte y descentrada. Creo que es fascinante observar tus propias cicatrices desde eses punto de vista. Muchas historias del yo están saturadas de esa perspectiva del superviviente, aunque no sea necesariamente una autovictimización, pero yo preferí una aproximación antropológica, como si mi familia fuera una comunidad en la que de repente me he encontrado”. Cuando por fin la leyeron, su hermano le dijo que le parecía ciencia ficción y su madre, que ni siquiera cree en la ficción (solo consume historias reales) le comentó que vaya buena novela le había salido. Su padre no leyó el libro, solo le dijo que se comprara algo bonito para la entrega del premio Strega Off (la versión alternativa del Strega), que ganó.
Precisamente por ese boom editorial de la primera persona que menciona Durastanti, y que está especialmente sediento de historias de mujeres, el magma digital está lleno de artículos con consejos para escribir sobre la propia familia. En la plataforma Masterclass, en la que gente como Anna Wintour, Aaron Sorkin y Natalie Portman imparten lecciones sobre lo suyo a cambio de unos dólares, pidieron a David Sedaris, uno de los escritores que mejor ha minado a su familia (también sus tragedias) en sus ensayos cómicos, que explicara su método. Permite a la otra persona estar “en el chiste”, dice. Que se sienta tu co-conspirador. Respeta su privacidad. “Puedes retratarlos con sus taras y su profundidad sin traicionarlos”, dice. Aunque seguramente ese es un propósito más fácil de enunciar que de poner en práctica. Sobre el asunto práctico que más debates genera entre quienes escriben sobre sus familias (¿mostrar o no mostrar el manuscrito al aludido?, ¿pedir permiso, dar incluso capacidad de veto?), Sedaris es partidario del pacto. “Cuando escribo sobre alguien de mi familia, se lo enseño primero. Y digo: ¿hay algo que querrías que cambiase o quitase?”. Mary Karr, autora de memorias como La flor, Iluminada y El Club de los mentirosos opta a menudo por escribir las dos versiones: la suya y la de su hermana corrigiendo la anterior, y deja que sea el lector quien se haga su propio puzzle.
Gabriela Wiener, autora de libros como Nueve lunas, que será reeditado en breve en Literatura Random House con un nuevo prólogo, y que define su obra de no ficción como «un pacto suicida con el lector», cree que la única regla es «no hacer nada gratuito. Ni un solo ataque sin respuesta». Por lo demás, cree que es inevitable escribir sobre su familia si escribe sobre sí misma, imposible trazar un cordón sanitario. «No puedes matar e irte por la trampilla como en un videojuego. En genera, uso el mismo procedimiento justiciero para mí y para el resto: tdoo lo que diga puede ser utilizado tanto a favor como en contra, cada vez qeu revelo un aspecto desgraciado de los miembros de mi familia intento que vaya acompañado de su contexto y reparación, y de un esfuerzo por dar a entender que vamos en el mismo barco, o sea que naufragamos o nos salvamos, pero juntos». En ningún lugar quedó más claro que en Qué locura enamorarme yo de ti, la obra de teatro que escribió Wiener sobre sus dos parejas, Jaime y Rocío, y los hijos que comparten, Amaru y Coco.
“Un escritor es amado por los extraños y odiado por su familia”, le hace decir Hanif Kureishi a uno de sus personajes en La última palabra. Él sabe bien lo que es causar problemas en casa. Tras la publicación de la novela que le hizo famoso, El buda de los suburbios, su padre y su tío dejaron de hablarle durante un año. Su hermana, Yasmin Kureishi, lleva años escribiendo artículos en prensa en los que desmiente todo lo que publica en sus libros, y se ofendió especialmente cuando Hanif publicó Su oído en mi corazón (Anagrama), unas memorias centradas en el padre de ambos, a quien, según Yasmin, el autor retrata como un hombre “patético y fracasado”. Aun así, su libro más polémico en ese ámbito sigue siendo Intimidad, en el que planteaba un “juego literario” (su expresión) con un monólogo sobre un hombre de mediana edad que deja a su pareja por una mujer más joven, como acababa de hacer él con su pareja de entonces, la productora Tracey Scoffield. Kureishi desde luego no cree en el método Sedaris, en el pactismo. Para él, si la frase es buena, se queda, por dura que pueda sonar. Por ejemplo, una frase como ésta, de Intimidad: “Hay algunos polvos por los que un hombre dejaría que su mujer y sus hijos se ahogasen en el mar helado”.
“Creo que hubiera podido estar de acuerdo con Kureishi cuando tenía veintitantos, cuando leí Intimidad y libros similares”, pondera Durastanti. “Entonces estaba influida por esa idea romántica de al escritura sin ataduras, pero ahora me parece un constructo falso. Cuando escribí La extranjera tenía grandes frases sobre mí misma y sobre la historia con mi pareja en mi vida adulta como mujer, frases preciosas y crueles, pero dolorosas, y las corté. Tengo ataduras en lo que se refiere a la intimidad, ¿y qué hacer con ellas?, ¿Podía conseguir una buena frase que no me causara dolor a mi o a mi pareja? A veces lo que no dices, el segmento fantasma de la frase, las palabras crueles y hermosas que desperdiciaste, todavía permanecen como flotando después de haberlas borrado del documento, y puedes escribir y trabajar con esas sombras. No estoy segura de que la gran literatura siempre salga del trauma y la sangre, creo que también viene de la reparación, la delicadeza y la fragilidad”.
En estos momentos está tratando de alejarse de su historia familiar y redescubrir la tercera persona en la novela que está escribiendo, “que puede ser también muy visceral e íntima”. “Me gustaría mantener el mismo sentido de la aventura que tuve con el anterior”, explica. Sabina Urraca, en cambio, tiene entre manos un manuscrito que sí aborda asuntos cercanos. “Una de las tramas de mi próximo libro es una historia cuyo punto de partida son algunas historias familiares, momentos de las vidas de tres de mis abuelos. Los abuelos de la protagonista no son mis abuelos, pero sí que utilizo vivencias, momentos o frases que me fueron contadas o historias que escuché. Obviamente, a veces existe el miedo a estar haciendo algo incorrecto, esa sensación de estar profanando algo. Pero una historia que narrase únicamente lo bello y encantador de una familia sería algo ridículo, aparte de una mentira”.
A veces ocurre también que el escritor en la familia, ese quintacolumnista agazapado, recibe su merecido en forma de respuesta. Coco, la hije adolescente de Wiener, ha empezado a acusar a su madre de «hacer uso y abuso» de su vida para su escritura (la madre lo admite, de hecho empezó antes de que naciera, Nueve lunas va sobre su embarazo) y a exigirle parte de los beneficios. «Me delató por primera vez en una entrevista que le hice para mi libro Dicen de mí y cada vez que puede me deja en evidencia y no me queda más que tragar», cuenta la novelista. La respuesta que ha encontrado es, no solo enseñarle los textos antes de publicarlos, sino escribir cosas al alimón, con dos puntos de vista, como cuando narraron una visita conjunta al ginecólogo. «Prefiero advertirle a mis seres querides que voy a exponer ciertas cosas que les atañen antes de irnos a la mierda por algo tan menor como la literatura. Negocio, si hace falta, consensúo, verbos así de feos, para que no haya paltas. Lo prefiero porque ser escritora es como ser mamá, vives en el autoflagelo y la culpa perpetua», asegura la madre.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.