Devuélvannos la comida, por Javier Calvo
Pasen y vean cualquier blog gastronómico ‘hipster’: ¿no echan de menos el bistec con patatas?
Crecí en un país donde no existía el sushi. Donde la única multiculturalidad gastronómica eran las comidas regionales ibéricas. En los años 70, el brunch era una onomatopeya de tebeo. Los veganos eran una especie extraterrestre hostil de la serie Galactica (la original, no el remake del siglo XXI). Desde aquella época, no he parado de vivir transformaciones culinarias de ciencia ficción. Vi mi ciudad invadida por la comida rápida en los 80, por la asiática en los 90. Vi llegar en rápida sucesión el curry, los ceviches y el hummus: la pesadilla gástrica de un xenófobo. El estómago tuvo que asumir acepciones mucho más amplias del término «comida» y lo hizo obedientemente.
Con el cambio de siglo, la comida en nuestro país ya se había divorciado de la alimentación. Era una cuestión de estilo. Se había integrado en la cultura de tendencias: no eras nadie si no habías probado la nueva moda culinaria. Y entonces llegó uno de los fenómenos más odiosos del XXI: el estrellato de los chefs. Si hay justicia en el universo, el episodio de los chefs estrella será considerado uno de los más negros. Fueron los tiempos de la Documenta de Kassel. De las colas de dos años para conseguir mesa, con ejecutivos japoneses viajando en jets para digerir cosas que tu perro no se atrevería a tocar. La comida dejó de ser interesante o exótica para volverse aberrante. Aun así, la alta cocina española de principios del XXI no era más que el último gran coletazo de la cultura española de nuevos ricos de los 90. Una forma nueva de pijerío, donde la pretenciosidad vanguardista se daba la mano con la pretenciosidad de toda la vida.
Aun así, la mayoría seguíamos al margen. Las calles de las ciudades todavía servían comida razonable. Podíamos reírnos de las parodias de los superchefs de Muchachada Nui y considerarlo todo una pesadilla pasajera. Pero no sería así. La cosa podía volverse más compleja. No sé si es una manía personal mía, pero hay cierta ironía desconcertante en el hecho de que la invasión del movimiento foodie americano haya llegado coincidiendo con la depresión económica más apocalíptica en muchas décadas. Porque, como movimiento urbano, el foodie (una especie de democratización bloguera del gourmet y del crítico gastronómico) es un reflejo de la bonanza y los valores de la clase media. Algo que en España se está extinguiendo. El movimiento foodie español ha supuesto varias cosas. La primera, claro, el éxito de un puñado de blogueros listos. La segunda es la imitación bobalicona de los hábitos y la terminología culinaria de otras costas, básicamente de sitios como Nueva York y San Francisco.
Clama al cielo, por ejemplo, que un sitio como España esté intentando importar conceptos como el brunch (desayunar tarde porque te has levantado tarde), afterwork (tomar algo tras el trabajo) o flexitarianismo (comer carne a veces, pero sin pasarse). Porque los inventamos nosotros. Ahora tenemos la oportunidad de hacer lo que hemos hecho siempre pero pagando siete veces más. El tercer jinete del Apocalipsis que nos ha traído la cultura foodie es la democratización de la pretenciosidad. Pasen y vean por cualquiera de los blogs de comida hipster más populares que hay hoy en día. No voy a mencionar ejemplos porque este artículo ya me está saliendo suficientemente cascarrabias y misantrópico, pero echarán ustedes de menos el bistec con patatas. Corren tiempos oscuros, eso está claro.
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