Vestirse por dentro
Si el comer tuviese mayor impacto en la forma en que los demás nos ven, me pregunto si le daríamos la importancia que le damos a la forma en que nos vestimos.
Siempre he encontrado semejanzas entre los universos del textil y el de la alimentación. Ambos sectores sustentan su actividad en el mercadeo de dos necesidades básicas sin las que no es posible que el ser humano sobreviva: supervivencia fisiológica en el caso de la alimentación y supervivencia social en el acto del vestirse. No en vano, nos vestimos todos los días y comemos todos los días. Como decía Michael Pollan, «puedes votar todos los días por cambiar el sistema». Tres veces en una llamada a hacer de la alimentación una declaración de intenciones que tiene la capacidad de cambiar la manera en la que nos relacionamos con nuestros entornos.
Como cualquier otra acción básica de supervivencia, corren el peligro de automatizarse y ser despojadas de los matices que podrían hacer de las mismas una vía de compromiso con diferentes causas. Así, en los últimos años, ambos mundos han vivido un cambio de paradigma; en parte una preocupación real por el impacto que ambos sectores tienen en el planeta que habitamos y en parte una tendencia (porque la mayoría de causas que merecen la pena acaban llegando a las masas en forma de tendencia de consumo) que en cualquier caso promueven hábitos de compra más responsables y juiciosos, tanto del filete de ternera que te estás comiendo como del abrigo en el que vas a invertir este invierno. De dónde viene, quién lo produce, bajo qué circunstancias. Ahora bien: no todo es tan igual entre ambos mundos.
Para mí hay una diferencia esencial: el qué vestimos se ve, el qué comemos, no tanto. Mientras que la industria de la moda ha conseguido hacer de un producto de primera necesidad un objeto de deseo, fundamental en la demarcación social del quién es quién y verdadero fenómeno al servicio de la identidad individual, nunca hemos asumido del todo que el comer nos define de igual manera: quién somos, a qué aspiramos, qué nos importa. Dedicamos altas partidas presupuestarias a asegurarnos de que nuestro armario está bien dotado y de que, desde el momento que pisamos la calle se nos ve exactamente como queremos que se nos vea. Porque, claro, la ropa influye en quienes somos y en cómo nos ven. Sobre todo en lo segundo.
Por suerte o por desgracia, el comer no influye de la misma manera en nuestra posición social. Tanto es así que en muchos casos seguimos sin entender las diferencias de precio asociadas a diferentes maneras de producir ciertos alimentos. Me sorprende cuando alguien critica los precios de algunos productos alimentarios que encuentran ligeramente superiores a la media de lo que estima «oportuno», sin darse cuenta de que esa diferencia de precio la justifica un abismo cualitativo: nos cuesta una explicación previa el entender la diferencia de precio existente entre el litro de leche uperizada (UHT) que nos venden en cualquier supermercado y el precio del litro de leche fresca. O del buen pan, de masa madre y elaborado en un obrador local y el que compramos por 60 céntimos en una gran superficie, que a veces hasta nos regalan (por compras superiores a…). Muchos no lo exteriorizan, pero por dentro… ¡ay, por dentro! «¡Vaya precios!». Curiosamente, nunca he tenido que explicarle a nadie la diferencia entre Zara y Loewe. Nunca. De hecho, si me diese por criticar un bolso que cuesta 2.000 euros frente a la posibilidad de comprar uno por 30 euros, me imagino al mismo perfil que me debate el precio de la leche, diciéndome: mujer, pero es que no es lo mismo… Pues eso. Claro que no es lo mismo. La realidad es que tenemos muy poca tolerancia a las variaciones de precios en la alimentación, mucho menos de la que tenemos en otros sectores como el del textil.
Me da por pensar qué pasaría si nuestra piel y músculos fueran transparentes. Si paseando por la calle, aquellos con los que nos cruzásemos pudieran ver en nuestro estómago (y juzgar) aquello que hemos comido hoy: cuál es su origen, si tu compra ha apoyado la producción local o si no, si tenían antibióticos los muslos de pollo o si eran de producción ecológica… Si el comer tuviese mayor impacto en la forma en que los demás nos ven, me pregunto si le daríamos la importancia que le damos a la forma en que nos vestimos. Es sabido que muchas veces vestimos más para el resto que para nosotros mismos. Si comiésemos más para los demás… ¿comeríamos mejor?
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