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Cartucheras, por Pilar de Río

«¿Tenemos que ser todas iguales como un ejército de botellas o podemos encontrarle gracia a nuestros imperfectos tipos?»

Cartucheras

Dice mi amiga Marta que los cuerpos celestes de hoy, esas chicas que caminan por las calles cortando el aire, ya no tienen las cartucheras que a otras generaciones nos adornaron. Escribo adornar con conciencia de lo que digo, como si la acumulación de materia sobre los muslos fuera una característica personal tan agradable como los ojos azules, por poner un ejemplo, y no un estigma causante de penas tan anodinas que parece que no van a dar ni para una crónica. Al fin y al cabo hablamos de un puñado de grasa torpemente colocado, aunque para mi amiga Encarna fuera una perdición multiplicada por dos y para Pilar una segunda curva de penoso remonte cuando de vaqueros se trataba. Por eso muchas de mis amigas pasaron por liposucciones, gimnasios y cremas reductoras, y otras simplemente optaron por no vestir jeans o faldas de tubo y esconder el cuerpo tras una nube de ropas más o menos sofisticadas. Solo una, que era muy osada, hacía pernoctar a los amantes sobre esa especie de almohada y a veces hasta lograba que se sintieran cómodos. Ella no lo consiguió nunca. Es difícil sobrellevar el cuerpo cuando la genética y la razón no marcan las reglas y se depende de criterios confabulados en laboratorios muy asépticos y, al parecer, también lejanos a la humana condición. Mi amiga Teresa no se resigna e insiste en que alguien le tiene que pagar el tiempo pasado en los probadores de las tiendas, indefensa ante el espejo, incapaz de sentirse en paz con ella misma. El ensanchamiento general que provocan los años le ha atemperado las formas sin suavizarle el carácter: de seguir así acabará mordiendo, el sentimiento de estafa es más fuerte que la discreción que le inocularon y que le obligó a esconder su cuerpo no canónico. ¿De verdad es razonable que una acumulación de células más o menos oportuna se convierta en muro infranqueable o el muro es la no aceptación de una realidad que sin embargo no queremos cambiar? ¿Tenemos que ser todas iguales como un ejército de botellas de leche o podemos encontrarle gracia y belleza a nuestros imperfectos tipos, tan capaces de caminar como si fueran música, ignorando los enredados estéticos que se producen entre los pliegues de la falda? ¿Cada época modela los cuerpos o es la forma de ver la que resalta, quién sabe por qué, unas veces la cintura de hebra de hilo, más tarde las caderas rotundas o el pecho de adolescente, la piel morena o los pies pequeños? La mirada condicionada sobre el propio cuerpo debería caer en desuso por pura ineficacia. Habitantes en tiempos convulsos de una civilización concreta y de un lugar en el mapa, descendientes de mil normas enfrentadas que nos hacen ser lo que somos, tenemos experiencia más que suficiente para enfundarnos en unos pantalones ajustados y hacer temblar al misterio. Como las jóvenes en flor sin cartucheras que nos adelantan en la calle o las mujeres maduras sin tiempo perdido y sin tiempo que perder, en el estereotipo de unas medidas que ignoran bultos que también son nuestra piel y forman parte de nuestro secreto. Las cartucheras solo tienen feo el nombre. Abrazarse a ellas es como mirar de frente los ojos que nos desean y sentirnos bien.

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