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Nadia Comaneci, la obsesión por la niña perfecta que no podía ser mujer

Hablamos con Lola Lafon, que acaba de publicar ‘La pequeña comunista que no sonreía nunca’, sobre cómo el mundo se enamoró de la gimnasta rumana y no le perdonó que se hiciera mayor.

nadia comanceci
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Los 70 fueron un tiempo fértil para la niña-mujer. Estaba Jodie Foster, cuyo look de buscona en Taxi Driver fue suficientemente potente como para perturbar a un magnicida. Brooke Shields: nada se interponía entre ella y sus Calvins. Y por último la niña-hada, la ardilla del otro lado del telón de acero de la que el mundo se enamoró de una manera supuestamente inocente, Nadia Comaneci.

En Montreal 76, aquella criatura ingrávida vestida de blanco rompió los marcadores que Omega había previsto para los Juegos. Alguien había dicho a la marca relojera que una puntuación de cuatro dígitos, un 10,00, era imposible en la gimnasia artística. Jamás había pasado. Comaneci consiguió siete dieces y tres medallas de oro. Hubo algo más allá de sus perfectos ejercicios y de esa pose desarmante que adoptaba al final de cada espectáculo que condujo a los jueces a abandonar su racaneo habitual, sus 9,60, sus 9,85, y darle a la pequeña rumana una nota que es en realidad una aproximación filosófica, la medida de la perfección.

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La escritora francesa Lola Lafon ha novelado la vida de Nadia Comaneci desde 1969, cuando fue seleccionada por un iluminado entrenador húngaro, Béla Karolyi en su pequeña aldea de Oçesti, hasta 1989, el año de la caída del Muro. La pequeña comunista que no sonreía nunca (Anagrama), que ganó el premio Version Femina / Fnac y cosechó un sonado éxito en Francia, pertenece a uno de esos géneros híbridos que caben en la muy ancha frontera entre la ficción y la no ficción. Quien lo lee sin avisar (o sin pasar con atención por el prefacio) puede pensar que la autora tuvo largas entrevistas telefónicas con la propia Comaneci, que escribió cada capítulo de acuerdo con la gimnasta y aceptó sus correcciones. Pero en realidad es todo una novela que imagina (basándose en los hechos reales) tanto lo que le sucedió a la gimnasta como los diálogos ficticios que hubieran mantenido Lafon y Comaneci en el proceso de escribir el libro, diálogos en los que la heroína del telón de acero rechazaría presentarse como una víctima del sistema. “Claro que el Comunismo utilizaba a sus atletas para hacer propaganda. La única diferencia con los atletas actuales de países capitalistas es que estos ondean la bandera de Nike además de la de su país”, explica Lafon en un encuentro con periodistas en el Intituto Francés de Barcelona en el que queda claro que su voz es sospechosamente acorde (si bien más sofisticada) que la de la “Nadia” de su libro. Ambas saben que la Rumanía de Ceaucescu encontró en Comaneci un arma perfecta para vender su idea de sociedad, obviamente opuesta a Washington pero también sospechosa de Moscú, pero ponen en duda que aquello fuera mucho más decente de lo que ocurre ahora.

Lafon vivió en Rumanía en los 70 cuando era una niña, ya que sus padres ejercían allí como profesores de francés, pero no recuerda una especial mitomanía hacia la niña-Nadia. “Había muchas postales, pero igual que las dedicadas a otros niños. Existía un culto a la perfección. También había muchos niños que querían alcanzar la excelencia en la música o en otros campos”. Esa es la principal diferencia que encontró en los años que pasó documentándose para escribir el libro: en Occidente, Nadia era una popstar desde el momento que deslumbró en Canadá; en Rumanía era una atleta. Porque estrella sólo había una: Ceaucescu.

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En la Rumanía del Conducator, como se conocía al dictador, se esperaba que las camaradas tuvieran un número ideal de cinco hijos, para crear varias generaciones de perfectos comunistas. Por algo estaban prohibidos el aborto y los anticonceptivos y se vigilaba mensualmente la fertilidad de todas las mujeres. El niño era el rey y Nadia Comaneci, la reina de los niños. Eso mientras su prieto maillot blanco y sus huesecillos de roedor le permitieron mantenerse dentro de la categoría infantil. “Mientras fue una niña, fue adorada. Pero al entrar en el género femenino, su cuerpo empezó a ser juzgado”, resume Lafon. Y no sólo en el bloque del Este. Sobre todo en ese Occidente que se enamoró en Montreal de una niña inocente y no podía soportar verla embrutecerse.

En su periodo de documentación, Lafon encontró artículos en diarios como The Guardian o  L’Equipe que hablaban de las “pálidas nalgas” de la niña –“rozando la pedofilia”– por no hablar de un titular en el izquierdista Libération en 1980, el año de los segundos Juegos de Comaneci, cuando la gimnasta ya tenía 18 años y había perdido, a juzgar de todo el mundo, el fulgor de la juventud. “La niña se transformó en mujer. Veredicto: la magia se esfumó”, escribió el diario francés el año en que la gimnasta ganó dos oros, en barras y suelo, y dos medallas de plata, en las categorías individual y de grupo. “La palabra veredicto deja claro que era un juicio al cuerpo femenino, por el que el mundo se había vuelto loco de amor”, explica Lafon. La Nadia de ficción llama “La Enfermedad”, en mayúsculas, a la pubertad. Detesta los kilos, el sudor acre y las curvas que, apenas un año después de hacerse famosa, la separan para siempre de su pasado perfecto, de ese cuerpo que todos los dignatarios querían ver en directo en su paso por Bucarest: Jimmy Carter. Giscard d’Estaign…después de Montreal, todos hacían recoger a la niña en un coche negro de la Securitate en su gimnasio de Oçesti y demandaban que se la llevase a la capital, a ejecutar una pantomima similar a su famoso ejercicio de Montreal’76, sobre todo el gracioso saludo final con los brazos en arco.

Algunos periódicos de la época a pesar de sus triunfos aseguraron que una vez que creció se acabó la magia.

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Al contrario que Karolyi y su mujer, Márta, que huyeron al bloque Occidental durante una gira por Estados Unidos en 1981 y tuvieron tiempo de reciclarse (Karolyi moldeó a la campeona estadounidense Mary Lou Retton, que arrasó en Los Ángeles’84), Comaneci acabó cruzando al Oeste en 1989, cuando ya era demasiado tarde para sacar auténticos beneficios, y acabó quedando sentimentalmente en tierra de nadie. La gimnasta tuvo que pagar a un dudoso traficante y, según su relato, pasar tres meses en cautividad, antes de pedir asilo en Estados Unidos, donde lleva veintitantos años desmintiendo los rumores que la acechan: que tuvo un romance enfermizo con el hijo de Ceaucescu –quien, también según la leyenda, le habría arrancado las uñas cuando ésta se negó a prestarse a sus fantasías sexuales–, que en una ocasión trató de suicidarse bebiendo lejía, que vivió como una estrella mimada del Régimen en una dacha de ocho habitaciones mientras los rumanos sufrían por conseguir pan y verduras.

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Cuando el libro se tradujo al rumano recientemente, Lafon tenía cierta aprensión por cómo se recibiría allí la novelización del icono nacional. “Sobre todo porque cuando lo escribía, yo me sentía como su abogada”, dice. La autora pone en valor que, tras Montreal, las niñas de todo el mundo tuvieran un nuevo ideal, esa dinamo capaz de alcanzar los 46 kilómetros por hora. “Es subversivo, esa fascinación por un cuerpo femenino que rompía los ordenadores”, cuenta. Con esa idolatría venía otra, la morbosa aspiración por la perfección, que haría que miles de niñas también dejaran de comer y entrenaran diez horas al día sin llegar a competir jamás en los Juegos Olímpicos. “Es cierto –admite la autora– pero es distinto aspirar a hacer un triple salto mortal que aspirar a entrar en unos pantalones. Ambas cosas pueden llevarte a la locura, pero siento más indulgencia por lo primero”. Respecto a las niñas-mujer, Lafon cree que están tan presentes ahora como en los impúdicos 70, sólo que mejor disimuladas. “Entonces estaban disfrazadas. Ahora también se utilizan modelos de 14 años para hacer soñar a las mujeres de 40. Podemos hablar de pedofilia comercial”.

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