Cómo Yvon Chouinard, el temerario fundador de Patagonia, convirtió en fenómeno político una marca de ropa de montaña
Este emprendedor ya legendario por haber anunciado el pasado jueves que su empresa pasará a donar todos los beneficios que genere a salvar al planeta, ha conseguido que sus productos sean objeto de deseo tanto para montañeros exprimentados como para avezados ‘fashionistas’.
En 2018, sentado en un sillón sobre el escenario del Commonwealth Club de California Yvon Chouinard (Lewinston, Maine, 83 años), chaqueta ocre, camisa azul celeste, vaqueros oscuros, zapatones ergonómicos, postura retraída, mirada tímida y mejillas coloradas parecía más el paisano que uno podría encontrarse en la barra del bar de cualquier pueblo del interior de España que el fundador de Patagonia, la marca de ropa con mejor reputación de Estados Unidos en 2021 (según la encuesta de referencia en Estados Unidos, Axios Poll).
Este emprendedor ya legendario globalmente por haber anunciado el pasado jueves que su empresa pasará a donar todos los beneficios que genere (y que no invierta la propia compañía) a una fundación destinada a salvar al planeta de los estragos del cambio climático, no es que no parezca rico, es que ni siquiera parece cool. O quizá es más complicado: su imagen de leñador rural poco sofisticado es para que aquellos que comprenden sus códigos el súmmum de la sofisticación.
Chouinard explicaba hace cinco años ante la gran audiencia de uno de los foros más reputados del estado más rico de Estados Unidos por qué entre sus planes jamás estuvo ser empresario: “Empecé en los años sesenta. Y en los años sesenta los empresarios nos parecían todos unos asquerosos. Formábamos parte de la contracultura y no respetábamos a los hombres de negocios que, de hecho, representaban al enemigo. Pero un día me levanté por la mañana y me di cuenta de ya era uno de ellos, así que empecé a leer un montón de libros de negocios y a pensar cómo podría crear un negocio del que quisiera formar parte. No solo yo, sino todos mis socios, porque éramos una banda de salvajes”. En realidad, la palabra exacta que usó no fue salvajes, sino dirtbags, que era el apelativo que en los años sesenta se le daba a un tipo muy particular de hippy: el que se lanzaba a las entrañas de Yosemite y vivía solo para escalar las espectaculares paredes de El Capitán y pasar la noche a la intemperie contando estrellas.
Chouinard era un dirtbag de tal calibre que con 15 años aprendió el oficio de herrero de forma autodidacta solo para poder fabricar en un pequeño taller su propio material de escalada. En su fragua casera moldeaba unos mosquetones que después vendía a sus amigos, también fanáticos escaladores. Ese fue el germen de un negocio que cuarenta años después vende masivamente forros polares, cortavientos y camisetas de algodón orgánico de precio medio-alto (un forro polar de Patagonia cuesta sobre 400 euros, una parka, 800) que se han convertido en objeto de deseo por igual entre montañeros experimentados, ejecutivos de Wall Street, expertos en moda e influencers y cuyo humilde logo -inspirado en la silueta del legendario monte patagónico Fitz Roy- tiene un estatus tan elevado que la marca ha recibido el apodo de “Pradagonia”. ¿Cómo lo ha logrado? A diferencia de otros empresarios del textil reclusivos, misteriosos y poco comunicativos, como Amancio Ortega, Choiunard ha explicado una y otra vez su historia en conferencias, entrevistas y en sus propias memorias: él ha sido el principal guardián de su leyenda y defensor de los valores de la empresa.
En 1965 fundó junto a un amigo Chouinard Equipment que a la altura de 1970 ya era el principal proveedor de materiales para escalada de Estados Unidos. Su producto estrella entonces eran los piolets pero cuando se dieron cuenta de que estos causaban un daño irreparable en las rocas pero sobre todo que el beneficio que les reportaban no era muy grande, decidieron meterse en el negocio de la ropa. Así fundaron en 1974 Patagonia, cuya sede está desde entonces en Ventura, una ciudad californiana irremediablemente asociada al verano del amor, a la contracultura, a los deportes de exterior (de entre todos, sobre todo el surf, otra de las grandes pasiones de Chouinard).
El punto fuerte de la marca iba a ser crear materiales innovadores que permitieran ir a la montaña sin pasar frío pero sin ropa demasiado pesada; la idea revolucionaria: democratizar el sistema de capas que siempre habían usado los montañeros, pero con prendas mucho más ligeras y menos aparatosa. Los precios no eran los más competitivos del mercado pero había una razón: las soluciones y los tejidos sí eran los más innovadores y la política de empresa la más humana y favorable a los empleados dentro de un sector donde la cuasiesclavitud era la norma. Además, pagar un poco más merecía la pena: la calidad que ofrecían era tan alta que uno podría dar uso a las prendas hasta que tuviese que dejar de ponérselas “por una cuestión de decencia” (en palabras de propio Chouinard). En un mundo definido por el cambio permanente su apuesta era la permanencia; hasta tal punto que todavía hoy el servicio de reparación de las prendas de Patagonia y el eslogan de este (“Si está estropeado, arréglalo”) siguen siendo el orgullo de la marca. Pero, ojo, sin renunciar a alguna veleidad marketiniana: ¿por qué tiene que ser la ropa de montaña ocre, apagada, triste? Se preguntó Chouinard en los ochenta, la era del flúor. Así fue como la suya fue la primera marca deportiva que consiguió despertar entre el gran público el interés por la ropa de escalada.
Esto sería suficiente para explicar el éxito de ventas de la marca pero no para diferenciarla claramente de otras firmas como North Face (su principal competidora, a pesar de que su propietario, el difunto y también mítico Douglas Tompkins era uno de los mejores amigos de Chouinard) y para comprender cómo se ha convertido en la firma más respetada de Estados Unidos. Para eso habría que recordar que ya en los primeros ochenta Patagonia anunció que destinaría siempre el 1% de sus beneficios a activistas medioambientales y que en los años noventa, cuando “sostenibilidad” todavía era un palabro para la mayoría de las corporaciones textiles, encargó a una consultora independiente un informe sobre el impacto medioambiental de sus principales tejidos y descubrió que el algodón era sin duda el que generaba mayor daño al ecosistema. “Olimos el hedor de las charcas de selenio y vimos los paisajes lunares de San Joaquín y decidimos que no podíamos vivir de espaldas a lo que estábamos haciendo”, ha contado en diferentes ocasiones. Patagonia empezó a trabajar solo con productores de algodón que empleasen métodos orgánicos y así lo comunicó a los cuatro vientos. Sus inconfundibles camisetas blancas con logo se convirtieron en el símbolo de algo más. Ese fue solo el principio de una década marcada por las acciones encaminadas a demostrar que el impacto medioambiental y social de su empresa era su principal preocupación: en 1996, su mayor centro de distribución -el de Reno, Nevada- se convirtió en un edificio energéticamente autosuficiente gracias a un sistema de paneles solares; en 1998, el entonces Presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, invitó a Chouinard a un panel gubernamental destinado a acabar con la explotación laboral en los talleres textiles: así fue como nació Fair Labour Association, la entidad que controla que las empresas textiles de todo el mundo no abusen de los trabajadores en ningún punto de la cadena de producción.
La relación de Chouinard con los presidentes demócratas siempre ha sido dulce. En 2015 Obama otorgó a la firma un galardón en reconocimiento por su política de conciliación (Patagonia ofrece a sus empleados guarderías para sus hijos dentro de la propias dependencias de la empresa) y los Clinton han sido prescriptores involuntarios de sus productos (Hillary lleva usando el mismo forro polar de Patagonia para sus famosos paseos por el bosque desde hace más de veinte años); y sin embargo, como titulaba la revista Elle el año pasado, “Patagonia es el Bernie Sanders de la moda”.
Si este empresario ha conseguido conservar cierto aura de independencia es porque siempre ha controlado su propia narrativa. Un año crucial fue 2005, cuando publicó sus memorias bajo el revolucionario título: “Deja que tus empleados vayan a hacer surf”. En ellas explicaba no solo su propia historia de emprendimiento, sino su “filosofía de trabajo”, basada en las enseñanzas de sus héroes: Muir, Thoreau y Emerson. En este volumen defendía la importancia del bienestar de los empleados para conseguir el éxito en cualquier proyecto y la idea de que el capitalismo puede volcar sus beneficios en iniciativas buenas para el mundo, que después ha ido demostrando cierta con acciones: en 2008 nombró CEO de la empresa a Rose Marcario, una ejecutiva abiertamente lesbiana, en 2011 se anunció en Black Friday a toda página en el New York Times con una simple foto de uno de sus inconfundibles forros polares y un titular gigante que rezaba “No compres esto si no lo necesitas”, en 2015 apoyó el lanzamiento de una plataforma para la venta directa de prendas de Patagonia de segunda mano, en 2016 destinó las ganancias íntegras del Black Friday (10 millones de dólares) a organizaciones medioambientales, en 2017 denunció al Presidente Trump por reducir la cantidad de tierra protegida de un parque nacional en Utah, en 2018 entregó el dinero ahorrado gracia al recorte de impuestos para empresas impulsado por los Republicanos a grupos comprometidos con el cambio climático, en 2020 dejó de anunciarse en Facebook en el contexto de la campaña “Stop hate for profit” y en 2021 dio un millón de dólares al grupo activista Black Votes Matter para favorecer el registro de votantes negros en el estado de Georgia.
El famoso “relato”, ese que hace que la gente se adhiera a una causa o no, en su caso nacía de una experiencia propia: sus aventuras escalando en todo tipo de condiciones extremas, su amor por la naturaleza y sus conocimientos del medio (es uno de los grandes expertos mundiales en escalada sobre hielo) eran reales. ¿Por qué no iban a serlo también sus declaraciones de intenciones medioambientalistas? Patagonia ha sabido hacer movimientos magistrales en la era de las guerras culturales y eso le ha valido el favor de muchos clientes que se consideran a sí mismos progresistas y que ven en ese logo una especie de clave para entrar en una logia secreta. Este ligero tufillo a exclusividad o club privado es lo que le ha granjeado un sitio en el corazón de los fashionistas más avezados, que entre tacones de 2.000 y abrigos de 12.000, cuelan de vez en cuando las económicas gorras de Patagonia a la salida de los desfiles de Gucci o Dior.
Patagonia y Chouinard tienen sus detractores, por supuesto. En 2011, la prestigiosa publicación estadounidense The Atlantic publicó un reportaje en el que decía que a pesar de sus denodados esfuerzos por acabar con la explotación en los talleres, Patagonia seguía encontrando en su cadena de producción situaciones de abusos. Quizá cuando comenzaron con sus talleres en Ventura y eran apenas un grupo de amigos era fácil controlar los desmanes, pero con proveedores en 16 países distintos no es tan fácil. Esto, sin embargo, no es algo que Chouinard haya negado nunca: sus principios son la transparencia y la sinceridad, no la santidad. La información, de hecho, salía de uno de los informes públicos de Patagonia. El pasado jueves, cuando se hizo pública la iniciativa de donar el 100% de los beneficios a causas medioambientales National Review -cercano a la sensibilidad republicana- titulaba: “El socialista multimillonario cierra una operación de evasión de impuestos”. Este medio defendía que lo único que busca Chouinard con esta operación es dejar de pagar millones de dólares en impuestos. Seguramente él tampoco negaría este beneficio colateral de su decisión estratégica.
En la conferencia que dio en 2018 en el Commonwealth Club de California el fundador de Patagonia defendía sin ningún rubor que es legítimo que una empresa del sistema capitalista quiera maximizar sus beneficios: “La clave está en qué se hace con ellos. Si los destinas a hacer el mal, como los Koch Brothers [principales benefactores de Trump] o para hacer el bien”. Y añadía: “En las antiguas tribus indias el líder no era el que tenía más dinero, sino el mejor orador. En el mundo contemporáneo el sistema está basado en las promesas pero en las tribus la base era el consenso”.
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