Cómo funciona el baile de las sillas de los directores creativos
Protagonistas de una frenética lista de movimientos, los directores creativos tienen que tener en cuenta nuevos factores: la moda ha descubierto que a veces no necesita el aval de sus nombres.
A finales de enero, Louis Vuitton Moët Hennessy (LVMH) comunicaba los resultados financieros de un año, 2022, extraordinariamente pingüe en beneficios a pesar de los pesares. Los números, apabullantes, son de los que espolean inversiones en tiempos de superinflación y alegran los fríos corazones de los accionistas. Claro que también proporcionan una lectura inquietante en un negocio inmisericorde con su capital humano. El holding francés que comanda con mano de hierro Bernard Arnault nunca desglosa las ganancias de sus activos, pero la ocasión merecía sacar pecho: solo la división de moda y artículos de piel facturó 38.600 millones de euros en ventas (un 22% más que en el ejercicio anterior), de los que 20.000 millones corresponden a lo despachado por su buque insignia, Louis Vuitton. Una firma con una división femenina hace tiempo en permanente replanteamiento y una colección masculina descabezada desde noviembre de 2021, tras la muerte de Virgil Abloh. La señal que las cúpulas ejecutivas quizá estaban esperando: enseñas sin diseñador estelar al frente que mantienen el tirón económico, sí, es posible.
Que la relevancia comercial —y hasta sociocultural— de una marca no necesita el nombre adjunto de un director creativo es un mensaje que en ocasiones parece evidente en 2023, según demuestran las cifras históricas de la enseña de la lona monogram. La primera en alcanzar un récord que, previsiblemente, va a desatar aún más la ambición de sus rivales, tal y como ocurrió en 2017 cuando Gucci superó la barrera, también psicológica, de los 6.000 millones de euros. Aquel fue un milagro, recordemos, obrado por Alessandro Michele, el creador que a finales del pasado año caía, según algunas fuentes, por no ganarle a la casa de origen italiano los ansiados 10.000 millones, última frontera a superar según lo impuesto por Chanel y Dior hasta la fecha. La que le espera a su reemplazo, Sabato De Sarno, anunciado por Kering curiosamente dos días después de que el grupo LVMH hiciera público su fenomenal informe, es de órdago, aunque está probado que las dinámicas sociales siguen respondiendo bien a los nombramientos de nuevos directores creativos en el mercado, aunque solo sea por inercia. De Sarno da el tipo de diseñador que la industria prefiere hoy para encabezar sus carteles: perfil bajo, virgen para los medios, acostumbrado al trabajo en equipo, el ego domado como segundo de abordo que saca adelante la tarea (en principio). Cortado por el mismo patrón, Matthieu Blazy ascendió así en Bottega Veneta.
La dirección creativa de una firma, sobre todo en la arena de la exclusividad, es una posición de riesgo que, paradójicamente, exige cada vez más el sacrifico de su talento artístico a quienes la ocupan. Por descontado, diseñadores al frente de firmas ajenas siempre los ha habido, pero el cargo, tal y como lo conocemos, no sonó hasta 1993, concebido a la medida de Tom Ford cuando se hizo con las colecciones de prêt-à-porter, accesorios, cosmética e incluso la imagen global de una Gucci inmersa en una guerra intestina entre su principal accionista, François Pinault, y el socio minoritario, Bernard Arnault (que terminaría perdiéndola). El éxito de la fórmula llevó al presidente de LVMH a trasladar la estrategia a las etiquetas que tenía en cartera: se agenció a John Galliano para rescatar Givenchy en 1995, lo reemplazó por Alexander McQueen al año, mientras le entregaba al gibraltareño el reino de Dior en recompensa por su eficacia, y apostó por Marc Jacobs cuando, a imagen y semejanza de su mayor rival, decidió convertir Louis Vuitton en una genuina marca de moda. Todo parecía fluir hasta que, a partir de 2010, la situación se complicó: el lujo comenzó una escalada sin precedentes para revisar su modelo de negocio ante la apisonadora de la moda de gran consumo (incremento del volumen y velocidad de producción, mayor número de colecciones anuales para satisfacer la demanda continuada de novedad) y los diseñadores devinieron ejecutivos, las hojas de Excel en lugar del cuaderno de dibujo.
“Ahora mismo, el papel de un director creativo ya no se limita a diseñar las colecciones y desarrollar líneas de producto, sino que debe saber representar los valores de la marca y aplicar su visión a las herramientas con las que esta se comunica con el mundo”, expone Valentina Maggi, jefa de la división de diseño de la consultora Floriane de Saint-Pierre et Associés, que asesora en cuestiones de reclutamiento de talentos a firmas de París, Milán, Londres y Nueva York. La competencia feroz, las redes sociales y las nuevas plataformas digitales y un consumidor definitivamente global han reformulado, en efecto, una labor que prioriza como nunca la conceptualización de todo lo que significa una etiqueta y que ya no es posible ejercer desde el divismo en solitario. En los actuales equipos de diseño, cada vez más numerosos, con áreas de merchandising, colaboraciones y celebridades, no queda espacio para prima donnas caprichosas.
Pimpampum favorito de un negocio tristemente acostumbrado a exprimir talentos, la dirección creativa parece seguir siendo, sin embargo, el puesto aspiracional para cualquier diseñador. Es el cargo que le permitió mantener su marca homónima a Raf Simons, coge el dinero y corre de Ruff o Research a Dior, pasando por Jil Sander hasta alcanzar la codirección de Prada, donde está llamado a ser heredero de Miuccia (por eso habría echado el cierre a su etiqueta el pasado noviembre). El que ha hecho de Demna Gvasalia un nombre familiar vía Balenciaga, tanto que ahora se presenta incluso sin apellido (fuera del radar tras la polémica de su última campaña, a la que se acusó de incitar a la explotación sexual infantil, todo indica que su futuro dependerá de cómo sea recibido su desfile en la semana del prêt-à-porter de París). El que ha convertido a Maria Grazia Chiuri en la primera mujer en liderar Dior (parte de la millonada ingresada por LVMH es responsabilidad suya). El que ha llevado al británico de ascendencia afrocaribeña Maximiliam Davis a Salvatore Ferragamo y a Daniel Lee a Burberry. El que nos entretiene, en fin, como espectadores de ese frenético baile de sillas calientes que, dicen algunos expertos analistas, hay voluntad de frenar.
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