Albert Coll: cómo las reinas de Instagram rescataron al joyero (jubilado) de Picasso
La complicidad entre un abuelo y su nieta sirve para relanzar unas joyas de titanio que han triunfado entre las ‘millennials’ cuatro décadas después de diseñarse.
Están los triunfadores por azar y los que nacieron para serlo. La epopeya de los primeros suele estar marcada por el ‘olfato’ para el negocio. Como el de Charles Lewis Tiffany, que empezó montando una papelería en Broadway y se convirtió en la leyenda y gigante de la joyería que todos conocemos gracias a las medallas y espadas que fabricó en la Guerra de Secesión. La de los segundos, la de los artesanos idealistas predestinados a su oficio desde que les asoma la conciencia, son narrativas que apelan a la emoción y al corazón. Albert Coll (Barcelona, 1928) tenía todos los números para estar entre esos últimos, pero la suya ha tenido una inesperada tercera vía.
Hijo de relojero, a los siete años, alejado de todos y alérgico al balón de fútbol, ya diseñaba collares con las migas de su panecillo a la hora del patio. A los 29 vendía «los de verdad» en su primera tienda en el barcelonés passeig de Sant Joan. Llegó a regentar tres locales en la capital catalana, producir con taller propio, alzarse con 12 premios nacionales, diseñar un collar personalizado para Picasso («me lo encargó después de que se lo viera a un primo de su última mujer en Saint Tropez») y hasta se negó a abrir una tienda en la Quinta Avenida de Nueva York o más talleres en Latinoamérica por no trasladar a su familia hacia lo desconocido.
Jubilado, feliz con sus nietos y nonagenario, Coll nunca imaginó que volvería a triunfar en los tiempos de Instagram o «en la tableta», como él mismo engloba, funcionalmente, a todo lo que rodea a su éxito en la red social. Ese inesperado epílogo profesional, su segunda vida como joyero, se debe al ingenio de una nieta inquieta y despierta que decidió abrir un cajón olvidado por todos y rescatar unos pendientes de titanio («que nunca funcionaron») para que triunfaran cuatro décadas después entre las divas del trap, influencers y promesas del cine nacional.
«Esta nena lo encontró todo allí», nos cuenta en una despierta charla en catalán desde el salón de su casa en Barcelona, donde nos recibe cargado de amabilidad y con una mesa repleta de joyas del presente y pasado, decenas de fotos familiares o documentos históricos de toda una vida entregada a la joyería. La nena es Mireia Arasa Coll (Barcelona, 1993), tercera generación y «una intelectual extraordinaria que lo caza todo al vuelo», dice orgulloso. La nieta ha heredado sus capacidades sin estudios de joyería y ha sido la responsable de relanzar una firma que dejó de producir y echó el cierre cuando Albert enfermó hace unos años, obligado por sus hijos. De los tiempos de Rosa María Sardá o Amparo Moreno como clientas a embajadoras como Bad Gyal, Nathy Peluso, Miranda Makaroff, Natalia Ferviú o Greta Fernández. Un salto generacional marcado por el rescate de Gea, una colección de titanio que diseñó en los setenta y apenas se vendió. Piezas que parecían malditas y condenadas a coger polvo.
«De pequeñas, a las nietas, cada año nos regalaba piezas de sus colecciones por Navidad. Pero solían ser perlas, brillantes u oro, joyas que miraba y pensaba ‘esto me lo pondré cuando cumpla 50 años’. Cuando me encontré con las maxipiezas de titanio azul que mis padres y tíos habían rescatado del cierre me enamoré y pensé: ‘¿Y por qué nunca nos regaló esto?», cuenta Mireia al otro lado de la mesa. Licenciada en Comunicación Audiovisual y especializada en fotografía, la nieta «artista» de la familia nunca imaginó que 12 meses después, habría relanzado Albert Coll. Perseverante ante el «olvídate, no se venderá», que le dijo su abuelo cuando le propuso «espabilarnos y volver a venderlos» frente al «mal momento» familiar, Mireia sabía que tenía, literalmente, una joya que explotar entre las tendencias del mercado. «Lo arrancamos todo en noviembre del año pasado. Monté la web, la cuenta de Instagram, hice las fotos, contacté con las influencers (a las que no conocía personalmente) contando la historia familiar y de nuestra marca y empezamos a producir, en un principio, bajo demanda», explica resuelta.
Ahora ya tienen stock, fueron finalistas en el Madrid Design Festival y han ganado otro premio más. Albert todavía no se explica su repunte de éxito gracias a aquella colección de titanio que parecía condenada al fracaso. «¡Y todavía es demasiado pronto para que triunfe del todo, era muy futurista!», dice entre risas. «La ideé mucho antes del Guggenheim y después de ver las vidrieras del Banco de Hong Kong en una revista inglesa. Me traje el producto de Inglaterra, ¡lo que nos costó teñirlo! Es el proceso más difícil y, fíjate, Mireia lo aprendió en una tarde».
Al hilo del éxito de Gea, abuelo y nieta han diseñado a cuatro manos la colección Fénix, que lanzaron en noviembre. Un símbolo para «abrazar el resurgimiento entre generaciones con una misma mirada». La devoción que se profesan es mutua. «Es como si hubiese entrado en mi cabeza y hubiese tomado mis brazos, estoy encantado», apunta Albert y añade: «Tenemos un amor entre nieta y abuelo muy especial, es totalmente incondicional».
Sin nostalgia
No hay lamentos ni arrepentimientos en la vida de este joyero. Siempre tuvo claro que su familia era lo primero. Se apena al recordar cómo se frustró la gestión del legado en los tres locales que abrieron por Barcelona, entre Calvet y el centro. «Los niños (nens en el catalán original) no estaban preparados y no fue bien». La risa asoma cuando rememora cómo rechazó una tienda en la Quinta Avenida («¡Si ni siquiera sabía dónde estaba!, aquí estábamos bien») o por qué no trasladó a una isla mexicana a su prole cuando al poco de morir Franco le tantearon para montar otro taller desde el Ministerio de Comercio. «Yo quería estar en Barcelona, los niños eran muy pequeños».
Tampoco le entristece echar la vista atrás. «En siete décadas como joyero te puedo asegurar que las modas tampoco cambian tanto. En otras épocas se vivía mejor, sí, había más bonanza. La gente compraba joyas para invertir, pero después llegó la crisis y cambió todo». España «era pobre» y «se vendía poco» y Coll se asoció con el gigante De Beers. «Con ellos mi catálogo fue a muchísimos países, como Brasil, Francia o Australia. A mí siempre me han copiado», dice satisfecho. Sigue con la misma ilusión de sus inicios. «Me encuentro bien, tengo fuerza. Por las mañanas me mareo y esta tarde tengo que ir al médico del ojo, pero qué le vamos a hacer, de enfermedades no quiero hablar. Hablemos de cosas bonitas».
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