Por qué Jackie Kennedy casi no se casa con su vestido de novia
Una exposición en el FIT de Nueva York rinde un justo homenaje a Ann Lowe, la diseñadora negra que realizó el vestido y que pasó grandes penurias para entregarlo a tiempo.
Si una novia debe sentir su vestido de boda como una segunda piel, Jaqueline Bouvier estuvo lejos de esa impresión. “Parece una pantalla de lámpara” se rumorea que comentó sobre el traje con el que dio el “sí quiero” a J.F Kennedy un 12 de septiembre de 1953 en Newport, Rhode Island. Crónicas de la época pasarían de puntillas sobre su autora: “El vestido fue diseñado por una diseñadora negra, Ann Lowe”. A los ciudadanos de a pie poco les podía decir ese nombre, pero esta mujer fue el secreto mejor guardado de la élite norteamericana a mediados de s. XX.
El vestido de novia que Ann Lowe diseñó para Jackie, uno de los más icónicos de la historia, poco tenía que ver con el que la futura primera dama tenía en mente. Frente al diseño minimalista y de líneas rectas al que aspiraba, se acabó casando por imposición familiar, según recogía Time, con uno mucho más tradicional. La fastuosidad de la ceremonia, que llegó a reunir a más de 900 invitados, debía hacerse también patente sobre la tela: 45 metros de tafetán de seda en color marfil envolvían el cuerpo de Jackie, con un corpiño decorado con dobladillos entrelazados y rematado en un escote retrato. La enorme falda, ahuecada, incluía pequeñas flores de cera. El velo de encaje de su abuela y un ramo de gardenias y orquídeas remataban el estilismo nupcial.
El encargo del vestido fue obra de la madre de Jackie, Janet Auchincloss. Lowe estaba entusiasmada: debía vestir a una socialité en potencia, a su madre, y a todo su elenco de damas de honor, que llevarían piezas en falla de seda rosa y satén rojo. Pero los conjuntos casi no ven la luz del sol: Diez días antes de la boda se rompió una tubería que inundó el estudio la diseñadora en Madison Avenue (Nueva York) y arruinó diez de los quince vestidos que debían lucirse en la ceremonia. ¿De dónde iba a sacar la diseñadora tantos metros de tela?
Afortunadamente, su proveedor tenía suficiente material extra como para poder sustituirlos. Lowe y su equipo trabajaron día y noche. El vestido de novia, que llevó ocho semanas hacerlo, quedó listo en dos días de corte y tres de confección. Ese viernes, Ann Lowe cogió un barco con los vestidos y partió rumbo hacia Newport. Janet nunca supo que el vestido de novia, adquirido por unos 500 dólares (unos 4.000 al cambio de hoy), no compensó las pérdidas de 3.200 que costó rehacer todo. Y a mayores, prácticamente sin ninguna mención.
A Ann Lowe la boda de Jackie Kennedy terminó por salirle muy cara. Pero no fue jugarse todo a una sola carta. La exclusividad era marca de la casa y se apreciaba tanto en las suntuosas telas que utilizaba como en la selecta clientela a la que vestía. Los Dupont, los Rockefeller o los Auchincloss (a la que pertenecía el padrastro de Jackie) eran solo algunas de las familias que engrosaban las cifras de su negocio. La propia Ann Lowe solo apuntaba en una única dirección: “No estoy interesada en coser para un ‘café society’ o para escaladores sociales. No sirvo a una Mery o una Sue. Coso para el Registro Civil” comentó para la revista Ebony en diciembre de 1966. Ella se refería a ese largo listado de familias aristocráticas que representaban la florinata de la sociedad estadounidense.
Su aguja solo convertía en realidad los deseos estilísticos de la élite. Para ellos creó vestidos de bodas de verano y trajes de debutantes. Eran reconocibles por dos de sus especialidades, el guateado en trapunto, para añadir nuevas dimensiones a la pieza, y las flores tridimensionales, que aprendió a hacer cuando era pequeña con los retales que le sobraban a su madre, modista al igual que su abuela. Ambas habían cosido para las primeras familias de Montgomery y descendían de la unión entre una esclava negra, la bisabuela de Ann, y el dueño blanco de una plantación.
Su madre murió cuando ella tenía dieciséis años, dejándole con cinco hermanos y cuatro vestidos de baile que había que terminar para la mujer del gobernador de Alabama. Un encargo que sirvió para aupar su carrera. Aspiraba a ser mucho más que una costurera, y ni las clases segregacionistas de costura ni sus matrimonios, que desaprobaban su ambición, pudieron con su sueño. Ambos fracasaron porque antepuso su carrera a todo lo demás: “Mi segundo marido me dejó porque dijo que quería una mujer real, no una que estuviese saltando de la cama para bocetar vestidos” comentaba entre risas para Ebony. Con 20.000 dólares ahorrados, se mudó a Nueva York con su hijo Arthur, que le ayudó a llevar el negocio. Años después él moriría en un accidente de coche.
No había dos diseños de Lowe iguales. “Sus vestidos valen más de lo que cuestan” dijo uno de sus clientes. Y esa fue su perdición. A Ann le interesaba mucho más el proceso creativo de los vestidos que el propio precio. No era precisamente una mujer de negocios, y esto le llevó a la bancarrota: “Me di cuenta demasiado tarde que los vestidos que vendía por 300 dólares a mí me costaban 450” recogía Ebony. Sus amigos de tiendas como Neiman-Marcus le prestaron dinero para que pudiera seguir abierta, pero un día se levantó con una deuda de más de 10.000 dólares. Su salud también era muy delicada: había perdido un ojo por un glaucoma y bocetaba a través de las manos de un ilustrador que plasmaba sus ideas sobre el papel. Murió en un piso del barrio de Queens, a los 82 años.
Varios de los diseños de Lowe se encuentran en la colección permanente del Smithsonian Institution de Washington. A partir del 6 de diciembre, el museo FIT de Nueva York promete hacerle un pequeño homenaje de mano de la exposición ‘Black Designers’. Un reconocimiento a una de las diseñadoras norteamericanas olvidadas que también merece su hueco en la historia.
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